Alberto Núñez Feijóo consiguió ayer una victoria electoral arrolladora y, en alguna medida, histórica. Arrolladora porque, lejos de sufrir el desgaste lógico de toda acción de gobierno, mejora en tres escaños su mayoría absoluta; histórica porque se produce en un contexto de devastadora crisis económica que, sistemáticamente, venía castigando a cuantos gobernantes de aquí y de allá se sometían al escrutinio de las urnas. Y, además, iguala los resultados de Manuel Fraga en 2001, conseguidos en un entorno social y económica mucho más favorable, y los acerca a los míticos cuarenta y tres diputados conseguidos por los populares gallegos en 1993.

Es un triunfo doble: sobre los rivales y sobre la crisis y sus secuelas. Y por la forma en que se presentaba la oposición, fragmentada y con liderazgos cuando menos pendientes de consolidar, lo verdaderamente relevante es su victoria sobre lo que se suponía que podía ser un voto del malestar.

Una victoria que, tal y como adelantó el sondeo de FARO, se dilucidó por un escaño en cada provincia, es decir, por cada circunscripción electoral. Los cuarenta y un diputados son la consecuencia de haber conseguido uno más en A Coruña, en Lugo y en Ourense y haber mantenido los mismos que tenía en la de Pontevedra, provincia clave para los populares porque era la única donde podía perder un representante. De hecho, mientras en el resto de circunscripciones prácticamente se mantiene o mejora, como ocurre en Lugo y en Ourense, en la pontevedresa se deja en torno a cuatro puntos.

En toda la comunidad, los populares pierden un punto en porcentaje de voto, los socialistas caen diez y el bloque seis, mientras que la nueva formación de Beiras e IU obtiene el 14% de los votos, lo cual quiere decir que la oposición, en su conjunto, se deja en torno a dos puntos respecto al 2009, es decir, que, además de no haber sido percibidos por los gallegos como una alternativa creíble, sufre un castigo añadido por la división.

Se trata, sin duda, de un triunfo más del propio Feijóo -reforzado en Galicia y como barón popular- que del PP gallego, y, por supuesto, del PP nacional. Si algo temían en San Caetano era lo que habían dado en llamar el "efecto Madrid". Pero, curiosamente, si a alguien alcanzan tan de lleno como a Feijóo los efectos de la victoria es a Mariano Rajoy, que recibe en su propia tierra un impagable balón de oxígeno para seguir adelante con su proyecto y aplicar sordina a los malos resultados del País Vasco e incluso a los que se produzcan en Cataluña. Se repite, así pues, la historia del primer triunfo de Feijóo en 2009, que supuso un antes y un después en el devenir político de Rajoy.

La debacle socialista, en cambio, es un nuevo baldón para la consolidación del liderazgo de Rubalcaba, que sigue mostrándose incapaz de conseguir que su formación rentabilice el incuestionable descontento social existente. En cambio, y siguiendo en el ámbito nacional, supone un respaldo para IU, aunque sus resultados los haya conseguido bajo el paraguas de Beiras.

Feijóo sale tan reforzado como debilitados los dirigentes de la oposición. El liderazgo de Pachi Vázquez entre los socialistas gallegos, prendido hasta ahora con alfileres, queda manifiestamente en entredicho. Las consecuencias no serán menores, sin duda. Al igual que queda en el aire el de Francisco Jorquera en el Bloque, que paga con enorme crudeza el precio de la división y queda, literalmente, partido en dos, sumiendo al nacionalismo gallego en la obligación de reinventarse. Para estas dos formaciones los resultados vienen a ser como una nueva estación del calvario iniciado por el bipartito hace cuatro años.

El otro gran triunfador de los comicios es, sin género de duda, Xosé Manuel Beiras, que en apenas un puñado de semanas ha conseguido liderar junto con IU una formación que irrumpe en el Parlamento como la tercera fuerza política. Aparte del tirón personal del propio Beiras, Alternativa Galega de Esquerda parece haber actuado como refugio para los descontentos, precisamente, de ese bipartito.

Se complica, así pues, la situación interna de dos de las formaciones históricas gallegas y, además, la de la oposición en sí misma, pues a partir de ahora le resultará sin duda más difícil vertebrar y visualizar una alternativa a los populares. Y, ojalá nos equivoquemos, probablemente haga también más complicado alcanzar un consenso que cada vez resulta más necesario para afrontar con un mínimo de garantías de éxito los graves problemas de Galicia.

Unos y otros, vencedores y perdedores, deben pararse a reflexionar sobre el dato sin duda más negativo: la elevadísima abstención (36,20%), casi siete puntos por encima de la registrada hace cuatro años, a expensas de contabilizar el voto de la emigración. Que con una situación tan delicada en España y en Galicia, con una crisis castigando de manera inmisericorde a cientos de miles de personas, casi cuatro de cada diez gallegos con derecho a voto hayan optado por quedarse en casa evidencia una desafección hacia los partidos políticos, cada uno en su medida, verdaderamente alarmante.

Se trata de un castigo explícito a la manera en que las formaciones políticas plantean, en general, su relación con los ciudadanos. Una manifestación clara del hartazgo que les produce que solo cuenten con ellos para pedirles el voto. Y un rechazo también clamoroso a su incapacidad para ofrecer soluciones a los problemas que verdaderamente les preocupan.

Ese debe ser el principal y casi único objetivo del nuevo gobierno que forme Feijóo: abordar y aprobar cuantas medidas estén a su alcance para cambiar el rumbo de la crisis. Para eso le han dado los gallegos un apoyo masivo, inequívoco y rotundo. Un enorme caudal de confianza, como él mismo reconoció anoche en su primera comparecencia pública.