En tres ciudades de Alemania, varios miles de habitantes fueron desalojados temporalmente de su lugar de residencia al ser descubiertas cuatro enormes bombas que permanecían sin explotar desde la II Guerra Mundial. Dos de ellas, las de mayor tamaño, fueron localizadas en Coblenza por unos ciudadanos que paseaban a orillas del Rhin, un río que ahora baja escaso de agua a causa de una prolongada sequía. Dadas las características de los artefactos, uno de ellos (de casi dos toneladas de peso) pudiera haber sido lanzado, muy probablemente, desde un avión Lancaster británico, y el otro, desde un B-17 norteamericano, durante los destructivos bombardeos aéreos sobre población civil acordados por el alto mando aliado en la conferencia de Casablanca en enero de 1943. Se ha especulado mucho sobre la intencionalidad última de Roosvelt y de Churchill al decretar una guerra de exterminio mediante la llamada operación A Quemarropa. Unos creen que pretendieron impedir con ello que Stalin, reciente triunfador en la decisiva batalla de Stalingrado, cayera en la tentación de pactar por separado una paz con Alemania, tal y como había hecho la Rusia soviética en la I Guerra Mundial. Y otros, en cambio, que se trataba de enviar una señal inequívoca a Stalin de que sus aliados occidentales nunca pactarían con Hitler, o con quienes le sucedieran caso de darse un golpe de estado contra el régimen nazi. Sea lo que fuere, el caso es que en Casablanca se acordó la destrucción total de Alemania, y para conseguir ese objetivo uno de los medios más eficaces fueron los bombardeos aéreos. Una fuerza estratégica en la que ya se daba una abrumadora superioridad aliada gracias a la potencia industrial de Estados Unidos, que permanecía intacta al estar su territorio a salvo de los ataques. Describir el horror de aquellos bombardeos, verdaderamente criminales, resulta difícil. Los testigos directos de la catástrofe quedaron tan afectados que su primer impulso fue olvidar rápidamente lo sucedido para no enloquecer. Y los que quisieron indagar posteriormente sobre los hechos se toparon con un muro de silencio por parte de los vencedores de la contienda. La tesis dominante era que el régimen nazi había sido el único culpable de las atrocidades cometidas, y que la población alemana merecía el castigo por su complicidad. El escritor alemán W. G Sebald (1944-2001) dio una serie de conferencias que luego fueron recogidas en un libro titulado Sobre la historia natural de la destrucción. Y allí, a parte de fríos datos estadísticos (131 ciudades atacadas, más de dos millones de toneladas de bombas lanzadas, 600.000 civiles muertos, tres millones y medio de viviendas destruidas, siete millones y medio de personas sin hogar etc., etc.), ofrece detalles espeluznantes sobre las consecuencias de los bombardeos. En el efectuado sobre Hamburgo por los norteamericanos (operación Gomorra) se utilizaron toneladas de bombas explosivas e incendiarias sobre zonas densamente pobladas. "En pocos minutos –escribe Sebald– se desató una tormenta de fuego que subió dos mil metros hacia el cielo. Las llamas recorrían las calles como una inundación, a 150 kilómetros por hora. En algunos canales el agua ardía. Los que huían de los refugios subterráneos se hundían en el asfalto fundido. Los cadáveres yacían retorcidos en un charco de su propia grasa, o cocidos en el agua hirviendo. Nadie sabe cuántos murieron aquella noche ni cuántos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara". En fin, una descripción infernal digna del Apocalipsis. Asusta saber que aún queden algunas bombas sin explotar.