Tomándose cada uno por el Gran Gatsby de la contracultura revolucionaria, con el mismo entusiasmo que otros toreaban ante un espejo, a finales de la década de los sesenta –del pasado siglo, evidentemente– se instaló entre los jóvenes ansiosos la pose del conspirador político. Tratando de no pasar desapercibidos –el público femenino era fundamental– ejercíamos en las cafeterías y facultades toda vez que en las minas, astilleros y andamios hacía frío y los obreros no tenían ánimo para fiestas.

Indefectiblemente, dado que aquella teatralidad requería un radicalismo verbal avasallador para impresionar a las chicas, todos competíamos en exponer las propuestas políticas más descabelladas e "indignadas", diríamos hoy. No obstante, quizás por retóricos e impostados, los dislates salían casi siempre gratis, bostezos de las chavalas aparte. La impostura, al menos en mis círculos –frecuentaba varios para maximizar las probabilidades de ligue– no se tomaba tan a pecho, salvo infelices excepciones que acabaron mal, como para llevarla a la práctica.

Desde el guevarismo adscrito al perdedor romántico y fotogénico y el nacionalismo de queimada y aturuxo, al aburridísimo maoísmo de larga marcha al hastío, pasando por el anarquismo desenvuelto de señoritos antifranquistas con Mini–Cooper rojo 1275 GT, los distintos grupúsculos de la fauna revolucionaria de mi ardorosa y despistada juventud pugnaban por imponer su inmadura autoafirmación. Sin ser conscientes de nuestro desvalimiento mental, pretendíamos ganar la Guerra de Vietnam desde el Café Gijón.

En una de esas, de Francia vino "L´art de la guerre", librito de la autoría de Sun Tzu, estratega de la China imperial que por haber inspirado a Mao gozaba de gran predicamento para marcarse de vez en cuando una oportuna citación aunque nadie lo hubiera leído de cabo a rabo. Así, un "Como decía Sun Tzu…" colocado a tiempo aplastaba con autoridad al pelanas que nos disputara el liderazgo de la mesa repleta de ceniceros llenos y botellas vacías. Una mezcla de vanidad arborícola, de petulancia simiesca, de vacuidad ideológica y de desmadre vital nos llevaba a exhibir repetitivamente la logomaquia pedante –menuda banda de pelmas éramos– de paraninfo universitario. Logomaquia revolucionaria que, entre los más obtusos, se le endilgaba hasta a la propia familia en Nochebuena.

Fue un jesuita, Joseph–Marie Amiot, el traductor y divulgador del libro de Sun Tzu en Europa, 1772, bajo el título "Les Treize Articles". Sus ideas se desprestigiaron durante la época de conflictos frontales de guerra total –aunque Von Clausewitz lo mencionó con admiración en "De la guerra"– pero en la guerra económica y en la sicológica han vuelto a recuperar vigencia en manos de estrategas académicos.

A la lectura del premio Goncourt de este año –"L´art français de la guerre"– volví a acordarme del libro de Sun Tzu. El galardonado, Alexis Jenni, narra como al exponer Sun Tzu los fundamentos de la estrategia militar al emperador, intentó convencerlo de que se podía hacer maniobrar cualquier grupo humano en sincronizado y aguerrido orden de batalla. "¿Incluso a mis concubinas?" preguntó irónicamente el emperador. "Incluso" respondió Sun Tzu, el cual, después de haber obtenido poder de mando absoluto, dio a las cortesanas la orden de maniobrar como lo haría la mismísima guardia de palacio. Lo que siguió fue una desinhibida cacofonía de risas histéricas, caídas, empujones, juegos; en fin, todo lo contrario al buen orden y coordinación militar. Sun Tzu no se inmutó: "Si la orden no ha sido correctamente interpretada es culpa del general que debe expresarse con mayor claridad". Sun Tzu volvió a dar instrucciones –sumamente precisas esta vez– pero el jolgorio se repitió. Entonces, Sun Tzu pidió al emperador que le confirmara el poder absoluto argumentado que cuando los soldados no obedecen órdenes claras la culpa es del soldado más indisciplinado que contagia al resto. Confirmado el poder, ordenó Sun Tzu la decapitación de la favorita. El emperador se crispó sobresaltado y a punto estuvo de castigar al insolente pero intuyendo que se trataba de una enseñanza ejemplar, y no queriendo desdecirse de su imperial palabra, consintió. La favorita fue decapitada y a partir de ahí el harén se comportó con perfecta disciplina militar. El emperador, agradecido por la lección, recompensó a Sun Tzu y a las otrora díscolas concubinas.

Pero no solo leí estos días con atención y provecho a Alexis Jenni sino también unas desconcertantes declaraciones de don José María Castellano. Si la prensa no miente, en esas declaraciones el presidente de Novacaixagalicia / Novagalicia / NGB, cuestionado en relación al socorrido asunto de las "indemnizaciones", lavó implícitamente el honor de los altos cargos provenientes de Caixa Galicia y cargó la mano con absoluta falta de fair play y verdadero ensañamiento en los de Caixanova al afirmar que "sus contratos siendo legales no son éticos" además de "hacerle daño a la reputación del banco y también a la de ellos mismos". Ante semejante falta de sentido de la responsabilidad e incapacidad para arrostrar las consecuencias de sus propios actos, por parte del Sr. Castellano, no puedo silenciar que esta malsana situación la creó él personalmente en su ansia de cortar la cabeza de la favorita del precedente emperador –favoritas, en este caso– para conseguir espacio en el harén a fin de instalar a las suyas ¿No propició acaso el Sr. Castellano la prejubilación indemnizada de los altos cargos, que entregaron su vida profesional a Caixanova, a los que ahora da la espalda como si fueran delincuentes?

Estoy convencido que el Sr. Castellano –prestigiado académico– ha asimilado sin dificultad a Von Clausewitz y a Sun Tzu, referencias obligadas en las business schools, extrayendo la imperecedera lección que la delegación de la autoridad y las zonas de responsabilidad en el seno de una organización deben ser claras para todos. Y asimismo que castigos y recompensas se administren ejemplarmente.

¡Diablos! Aunque los contratos hubieran sido substanciados en la etapa anterior se aplicaron por el empeño de la actual presidencia de NGB en cambiar de equipo ejecutivo. Me resulta inaccesible, por tanto, es decir, no alcanzo a entender la ominosa teatralización de unas indemnizaciones de obligado cumplimiento. Y tanto es así que temo que las mismas imposturas revolucionarias de mi generación las esté replicando ahora el Sr. Castellano, sesgada lectura de Sun Tzu incluida, en el plano profesional. Porque, con el derecho y la ética en la mano, es inconcebible que endose a los altos cargos decapitados en el serrallo una responsabilidad que solo incumbe a quien decidió prescindir prematuramente de ellos gastando conscientemente, sí, la pólvora del rey.