Gane quien gane las elecciones, lo único seguro es que España va a someterse a un severo régimen de adelgazamiento. No se trata exactamente de la dieta Dukan, pero sí coincide con esa y otras fórmulas más o menos milagrosas en el propósito de quitarle cosas del plato al paciente. Tal es la receta que la estricta nutricionista alemana Merkel y su colega francés Sarkozy han impuesto a las obesas naciones del sur de Europa: y acaso lo de menos sea quién se encarga de aplicarla aquí.

Poco novedosa, la dieta Merkozy consiste en rebajar sueldos, pensiones, subsidios y demás grasas que al parecer amenazan la buena salud financiera de los españoles e italianos. El régimen demostró ya su eficacia práctica en Grecia, país que al cabo de año y medio de su aplicación se ha quedado en los puros huesos tras sufrir constantes pérdidas trimestrales de entre un 5 y un 8 por ciento en el peso de su Producto Interior Bruto. El efecto ha sido algo menos drástico en España, que simplemente ya no engorda ni crece desde que Zapatero nos administró una variante más liviana de la dieta propinada a los griegos.

El exceso de grasas que al parecer sufre España se gestó durante la década de oro de la construcción, cuando este país construía más viviendas al año que la suma de las edificadas en Alemania, Italia y el Reino Unido. Aquel empacho de ladrillo y hormigón acabó por llenar de colesterol las arterias de los bancos, que ahora andan al borde del infarto y –lógicamente– contagian sus cuitas al resto de la población.

Como suele ocurrir en estos casos, el mando ha acudido a una de esas dietas–milagro que garantizan el adelgazamiento del más rollizo de los pacientes en cuestión de unas pocas semanas. La idea partió de Alemania, pero lo cierto es que sus órdenes fueron rápidamente asumidas y acatadas por los jerarcas de aquí. De un día para otro, el presidente Zapatero rectificó toda su anterior política de gasto a chorro y, tras cambiar a Keynes por Merkel, se puso a la tarea de bajar sueldos, abaratar despidos, congelar pensiones y quitar la perniciosa manteca del bolsillo de los ciudadanos. No fuera a ser que se la gastasen.

La palabra "austeridad" pasó a ser la consigna, por más que los políticos hagan alguna que otra excepción en estos días de campaña al viajar en jets de alquiler a un coste de 10.000 euros la hora de vuelo. Tampoco hay por qué fijar la atención en esos anecdóticos detalles. Lo que importa es que los principales candidatos parecen estar de acuerdo –aunque prefieran no hablar mucho del asunto– en la necesidad de poner a España a dieta mediante los oportunos recortes de gasto.

"Recortar" es, según la Academia, "cortar o cercenar lo que sobra de algo": y ahí reside precisamente el quid del régimen de adelgazamiento al que España se va a someter: por lo civil o por lo criminal. Existen tantas opiniones como españoles y, naturalmente, cada cual se habrá formado su propio juicio sobre lo que sobra y lo que en modo alguno es prescindible. Todos coinciden en que la sanidad y la educación no están de sobra mientras haya dinero para pagarlas, pero a partir de ahí habrá quien proponga meter la tijera en casi todo lo demás: ya sean las subvenciones, ya el número de ministerios, ya los gastos más o menos suntuarios. Algún candidato hay al que le sobran hasta las autonomías, como si en la próspera Alemania –federal, por supuesto– no existiesen Estados con bastante más poder que el de los módicos gobiernos regionales de España.

Más allá de esas disputas de orden doméstico, están por demostrar aún los beneficios de la dieta Merkozy. Su eficacia para el adelgazamiento del PIB ha quedado bien probada en Grecia, pero no hay indicio alguno de que ese sacrificio dietético sirviese para espantar la crisis que tiene en un sinvivir a Europa. Es lo malo de las dietas–milagro. Sobre todo, cuando no existe un Plan B para el caso de que fallen.