Cuando desde la cápsula espacial situada en el último piso del cohete que iba a ponerla en órbita (12 abril de 1961) Yuri Gagarin gritó ¡Poyekali! (o Poyekhali, ¡Allá vamos!) principiaba una nueva era para la humanidad.

La lectura que puede hacerse de la hazaña es polisémica y da lugar a distintas interpretaciones. Retengo dos que poco tienen que ver directamente con los aspectos estrictamente políticos o científicos del vuelo: 1) La historia de la humanidad hay que enfocarla como un continuum; 2) La espiral que entrecruza una invisible urdimbre y trama de causas y efectos hace que, a veces, lo que en un principio parecen debilidades acaban tornándose ventajas frente a la dificultad.

Como pretexto para destripar con su bien afilado cálamo las costumbres políticas de la época, ya Luciano de Samosata, sofista sirio de expresión helenística (siglo II), imaginó un viaje de Ulises a la Luna en el vientre de una ballena ("Historia verdadera"). La inteligencia de su elocuente ironía y el estilo de su lacerante sátira social le granjearon numerosos seguidores a lo largo del tiempo --entre otros, Cervantes ("Coloquio de perros")-- pero para lo que nos interesa aquí es más pertinente señalar la influencia que su obra ejerció en Cyrano de Bergerac ("Histoire comique des Etats et empires de la Lune") y en Voltaire ("Micromégas"). Tanto es así que Marx y Engels lo denominaban el Voltaire de la Antigüedad.

Aunque aún inverosímiles científicamente, los relatos de temática espacial se deslastran de la crítica social en el siglo XIX al tiempo que devienen más habituales y técnicos. Jules Verne en "De la Terre à la Lune" (1865) alcanza difusión universal. La novela, si bien entreverada de errores, aporta un dato concreto de notable precisión científica en lo que concierne al cuerpo del perro del protagonista que mantendrá fuera de la nave un desplazamiento en el espacio paralelo a la trayectoria de esta. La descripción correcta de ese fenómeno físico, pero ni obvio ni intuitivo, muestra, por una parte, que Verne se documentaba antes de escribir sus novelas y, por otra, que en el ambiente de la época flotaba un gran interés científico por esas cuestiones. En efecto, Verne se documentó recurriendo a los conocimientos de Joseph Bertrand, titular de la cátedra de física y matemáticas del Collège de France que en relación a la trayectoria de los cuerpos en el espacio exterior sabía de buena hora de lo que hablaba.

Pocos años después, aunque la tecnología de la época no permitía materializar los viajes espaciales la base científica en cálculo y física amparaba un análisis riguroso. El genial autodidacta Konstantín Tsiolkovski, desde 1903 (ver mi artículo del 3/04/2011 "La hazaña cenital de Yuri Gagarin") o el norteamericano Robert Goddard, desde 1909, expusieron ideas muy claras al respecto. Quiere decirse, a Gagarin no lo colocaron en órbita porque un día a Jrushchov se le ocurrió darle una lección a la arrogancia estadounidense sino porque la historia de la humanidad es un continuum: de Luciano de Samosata a Korolev –coordinador científico del programa que permitió orbitar a Gagarin-- son muchas las personas que han pensado en los viajes tripulados más allá de la atmósfera y han transmito sus conocimientos --y lo que es más importante, su ilusión-- a la posteridad.

Asimismo, del evento cuyo cincuentenario se celebra dentro de dos días cabe extraer otra enseñanza que podemos resumir sin recurrir a la dialéctica hegeliana: en la vida las cosas no son como empiezan sino como terminan o, si se prefiere, hay que sacar fuerzas de flaqueza.

Si bien se mira, la desventaja inicial de la URSS con relación a EE UU obligó a la primera a superarse. Por una parte, al estar la Unión Soviética rodeada de bases norteamericanas desde las que podían bombardearla en corta trayectoria con espolones nucleares, sin gozar los soviéticos de la misma ventaja, no tuvieron estos más remedio que desarrollar vectores de largo alcance capaces de golpear el alejado corazón de Norteamérica.

Por otra, como consecuencia de su retraso en electrónica, la bomba atómica de la URSS era mucho más pesada que la de EE UU. De ahí que el cohete que la transportase tuviera que ser más potente que el estadounidense. Y así fue. Debido a la doble desventaja, geopolítica y técnica, materializada en mayor distancia a recorrer y mayor peso a transportar, respecto a EE UU, la URSS desarrolló vectores más potentes que los de sus enemigos. El vuelo de Gagarin fue, en términos más dialécticos que paradójicos, la victoria de la voluntad en aras de sobreponerse a las desventajas de partida.

Ahora bien, no solamente entre naciones se observa que una desventaja relativa puede a término impulsar una superioridad a priori inesperada sino que entre personas no faltan tampoco ejemplos que lo confirmen. Yuri Gagarin fue seleccionado in fine frente a Guerman Titov pero en principio se había pensado en este último. Gagarin era hijo de obrero y campesina; Titov, de intelectuales. Ambos eran expertos paracaidistas pero Titov mucho más brillante intelectualmente. Se eligió a Gagarin con una condición secreta temiendo que la enorme responsabilidad le impidiese dormir la víspera del vuelo.

Sin que ninguno de los dos cosmonautas lo supiera –Titov, designado suplente de Gagarin fue candidato al vuelo hasta que atornillaron la cápsula con este dentro-- los ingenieros soviéticos colocaron captores en los colchones de ambos para controlar quien dormía mejor la víspera del despegue. Sin embargo, Gagarin, de temple de acero, durmió a pierna suelta sin preocuparle lo que pasara al día siguiente. La desventaja inicial de su modesta y ruda condición –que lo lastraba intelectualmente frente a Titov-- lo dotó, en última instancia, de una inquebrantable serenidad de campesino frente a las dificultades.

Titov demostró también, poco después, ser un extraordinario cosmonauta al cumplir impecablemente su misión de todo un día en torno a la Tierra lo cual, ciertamente, no disminuye un ápice el mérito seminal de los 108 minutos de Gagarin (o 118, depende como se mida el tiempo de su misión).

Por todo ello, porque la historia de la humanidad es un continuum y porque con voluntad la inferioridad relativa se supera, hace cincuenta años, Yuri Gagarin lanzó por todos nosotros su grito inmortal: ¡Poyekali! ¡Allá vamos! Y fuimos.