Miles de habitantes de la antigua provincia española del Sahara fueron duramente reprimidos por el régimen de Marruecos hace apenas unos meses en lo que acaso constituyese el preludio de las revueltas que ahora se suceden sin interrupción por todo el mundo árabe. Antes que las gentes de Túnez, de Egipto, de Siria, Yemen o Bahréin, los saharauis se manifestaron el pasado mes de noviembre en El Aaiún para pedir mejores condiciones de vida: y al igual que ocurrió luego en esos países, no obtuvieron otra respuesta que palos, disparos y malos tratos. Lo peor, sin embargo, fue el desdén con el que fue acogida su protesta por el mundo en general y por España en particular.

El mismo Gobierno que estos días no repara en gastos para que Gadafi deje de masacrar a los libios es el que hace menos de medio año contempló impertérrito el asalto al campamento de El Aaiún. Tanto es así que la ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez, no consideró oportuno suspender por una fruslería como esa la visita que entonces giraba a Bolivia. Jiménez, que solo siete años antes defendía la autodeterminación del Sahara en los mítines de su partido, se limitó a pedir "diálogo" a "las dos partes", obviando el hecho a todas luces anecdótico de que una de ellas estuviese moliendo a palos a la otra.

Aun así, hay que comprender al Gobierno. Marruecos puede ser un vecino más o menos incómodo, pero también un dique de contención frente a los seguidores que Bin Laden y sus mariachis acaso tengan en los países de confesión islámica. El propio Gadafi sigue presentándose todavía como un mal menor en comparación con la gente de Al Qaeda a la que dice combatir; pero Mohamed VI es, en buena lógica, un gobernante mucho más sensato y creíble para las potencias occidentales. De ahí que las progresistas autoridades de España no tengan el menor reparo en venderle todo tipo de juguetería bélica e incluso prestar asesoramiento a la policía del monarca alauita que tan a fondo suele emplearse contra los saharauis. El Gobierno lo hace con el permiso y el aliento de Norteamérica: y nadie ignora que los amigos de nuestros amos son también nuestros amigos.

Poco importará que la ONU siga adjudicando a España el papel de "potencia administradora" del Sahara, a pesar de la entrega del territorio y sus habitantes a Marruecos y Mauritania perpetrada hace 35 años por el Gobierno de un Franco en fase terminal. Los saharianos que hasta entonces disfrutaban –o padecían, según se vea– la condición de súbditos españoles con documento nacional de identidad bilingüe, pasaron a ser marroquíes de un día para otro. Y no todos estuvieron conformes con ese súbito cambio de nacionalidad, como es lógico.

La resistencia de los saharauis, mucho menos publicitada aquí que la de otros pueblos más alejados de España, fue lo bastante seria como para que el anterior monarca Hassan II decidiese tomar medidas contra ellos. La de mayor tamaño fue una muralla de 2.000 kilómetros trufada de minas, trincheras, alambradas y otros elementos de disuasión que, curiosamente, también es menos conocida entre los españoles que el popularísimo muro de Israel o el que separa a Estados Unidos de México. A diferencia de lo que ocurre con estos dos últimos, apenas se dio noticia del muro erigido por Marruecos en el Sahara.

A esa falta de información habrá que achacar, sin duda, el hecho de que las grandes y pequeñas potencias no dijeran ni pío sobre la muralla y tampoco considerasen oportuno reprender a las autoridades marroquíes por el asalto a un campamento de pacíficos manifestantes en El Aaiún. Sucedió hace solo cuatro meses, pero tanto da. Treinta y cinco años después de que España los dejase tirados, no es probable que a los saharauis les importe gran cosa un desaire más o menos. Seguramente se habrán acostumbrado ya a no existir ni en los telediarios.