Más sonriente y dicharachera que nunca, la ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez, ha aclarado que lo de Libia "no es exactamente una guerra"; y tal vez lleve razón. Puede que el despliegue de portaaviones, fragatas, submarinos y cazabombarderos en el Mediterráneo sugiera otra cosa, pero nada es lo que parece en estos confusos tiempos.

Las bombas, un suponer, no son exactamente bombas, sino artefactos inteligentes que distinguen con gran perspicacia a los secuaces de Gadafi de la población civil. Cierto es que a veces se ponen un poco burras y matan por error a pacíficos ciudadanos desarmados, como a menudo sucedió en Irak y Afganistán; pero ya se sabe que hasta el mejor piloto echa un borrón de sangre.

Tampoco los muertos son exactamente muertos, como es natural. A lo sumo podrían ser reputados de "daños colaterales", según la feliz expresión ideada hace dos décadas por los estrategas de la primera Guerra del Golfo. O quizá sean gente que ha dejado de respirar, sin otro propósito aparente que el de estropearle la estadística a los ejércitos de liberación.

Otro tanto ocurre con los civiles a quienes España y demás caballeros andantes de Europa han ido a liberar del tirano que los oprime en Libia. Los que se dejan ver en las fotos suelen posar con lanzagranadas, ametralladoras e incluso tanques, circunstancia de la que acaso la ministra Jiménez podría deducir que no son "exactamente" civiles. Pero quién sabe. Hasta es posible que la ministra no sea exactamente una ministra.

Tanto engañan las apariencias, que ni siquiera resulta improbable que Libia no sea exactamente un país, sino un conjunto de más de treinta tribus agrupadas en un mismo territorio por el caprichoso lápiz con el que trazaron fronteras en África las antiguas potencias coloniales.

De hecho, algunas gentes descreídas pero bien informadas como el corresponsal del "New York Times" en la zona, David Kirkpatrick, sugieren que lo de Libia no es exactamente una insurrección, sino una guerra civil entre tribus. A las del Este del país, pertenecen, en realidad, la mayoría de los desertores del Ejército de Gadafi que ahora comandan las fuerzas rebeldes (o "población civil", por decirlo en la jerga de la coalición exterior que está bombardeando Libia). Si el anterior rey Idris favorecía a esos clanes hasta su derrocamiento por el coronel Gadafi, la situación se invirtió con la llegada al poder del actual caudillo libio. Apelando a la misma lógica de cacique africano que sus enemigos, el dictador pasó a beneficiar desde entonces a sus propias tribus del lado occidental y costero del país. Asuntos de familia, en definitiva.

Esas querellas tribales han desembocado en una guerra que apenas guarda relación con las revueltas –civiles y pacíficas– de Túnez o Egipto: países con mucho mayor grado de cohesión social y, lo que acaso sea más importante, sin grandes reservas de petróleo en su territorio. Ahí pudiera estar la clave de la guerra que no es guerra.

Sorprendentemente, los líderes europeos que hasta hace nada le ponían la alfombra y lo que fuese menester a Gadafi, han decidido participar ahora en la guerra civil de Libia, apoyando con su fuerza aeronaval al bando de las tribus insurrectas. Las apariencias sugieren que se trata de una intervención –militar, por supuesto– en los asuntos internos de otro país; pero quizá no sea exactamente eso. Como suele ocurrir en estos casos, los bombardeos no tienen otro objetivo que el de proteger a la población bombardeada y –ya metidos en paradojas– luchar por la paz, que es algo así como fornicar a favor de la virginidad.

Todo ello no hace sino darle la razón a la voluntariosa ministra española de Exteriores cuando dice que "esto no es exactamente una guerra", aunque parecer, lo parezca. Puede que, en realidad, sólo sea una vergüenza.