Cabalistas, nigromantes, brujos y demás miembros de la cofradía de adivinadores del futuro hacen hoy horas extras para anticipar lo que pasará en 2011, aunque lo cierto es que no arriesgan tanto como otros años. A lo sumo, algunos intérpretes de las cuartetas de Nostradamus vaticinan que España será destruida en el año entrante por una potencia extranjera, pero tampoco hay por qué hacerles mucho caso. De esa tarea ya se encargan, en realidad, los gobernantes.

Lo habitual hasta no hace mucho era que Rappel y la bruja Lola anunciasen por estas fechas la separación de Isabel Preysler, el noviazgo de alguna duquesa o cualquier otra catástrofe sentimental de orden doméstico. No acertaban gran cosa en los vaticinios, pero en su descargo hay que decir que tampoco los políticos andan muy atinados cuando tratan de predecir el futuro en cuestiones acaso más graves que esas.

De hecho, los encargados de la gobernación del país no parecen poseer siquiera la facultad de adivinar el presente. Cuando la crisis nos roía ya los talones y las nóminas –hace apenas tres años-, el Gobierno negaba todavía la mera existencia de un problema que, en opinión del entonces ministro de Economía, no sobrepasaba el mero rango de "desaceleración". Por extrañas y sin duda paradójicas circunstancias, la mentada desaceleración se aceleró hasta llevar la economía española al borde del precipicio; pero no por ello menguó el optimismo de quienes estaban y están al mando. Pasaron entonces a ejercer de augures, profetizando hasta veinte veces sucesivas que las finanzas del país se recuperarían en cuestión de unos pocos meses. Desgraciadamente, sus felices agüeros sobre el florecimiento de "brotes verdes" resultaron tan fallidos como las profecías de los magos del horóscopo.

Fácil es de comprender, por tanto, que los futurólogos hagan muchas menos profecías de las habituales en este año de nieves, que no de bienes. El futuro se ha convertido en un asunto lo bastante predecible como para que cualquiera -aun careciendo de las dotes de Aramís Fuster- pueda augurar sin miedo a equivocarse que subirán los precios y acaso el paro, a la vez que bajan los sueldos, el consumo y en general el nivel de vida de la población. Intervenida como está, de hecho, la economía del país, la única apuesta de riesgo consiste ya a estas alturas en saber si España seguirá o no en 2011 el mismo camino que el pasado año llevó a Grecia e Irlanda a la insolvencia. Y sobre esa delicada cuestión –lagarto, lagarto- nadie quiere hacer predicciones que bien pudieran tentar al mal fario.

Desconcertados por la competencia a todas luces desleal que les hacen los gobernantes, no extrañará que los adivinos se muestren particularmente cautos este año y ni siquiera anuncien la abdicación del rey a favor de su hijo o cualquier otro augurio de los que solían formular en estas fechas. Nadie podrá culparles. La ciencia del oráculo ha perdido mucho de su prestigio –si es que alguna vez lo tuvo- desde que los políticos decidieron sustituir la labor de gobierno por el incierto arte de la profecía. Si ni aun ellos son capaces de prever el futuro con toda su corte de asesores y la mucha información confidencial de la que disponen, parecería injusto exigirles a los profesionales de la cábala un mayor grado de acierto.

Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que este año nos hemos quedado sin las habituales profecías de Nochevieja, acaso más necesarias que nunca en tiempos de incertidumbre como los que vivimos. Puestos a arriesgar, aventuremos que mañana será día uno y que, veinticuatro horas después, los fumadores serán expulsados como adanes del paraíso de la taberna. Todo lo demás es puro enigma.

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