Después de pensarlo detenidamente, la comisión de diputados que se encarga de ajustarles las cuentas a los pensionistas ha llegado a la conclusión de que aquí se trabaja poco y se cobra en exceso. Nada que no se pueda remediar. (Casi) todos a una, los congresistas acaban de bajarles el subsidio a los futuros jubilados y, ya metidos en faena, no tardarán en obsequiar con dos años de trabajo más a quienes hasta el momento podían irse a casa a los 65.

Trabajar más años y cobrar menos pensión: tal es la fórmula con la que los padres de la Patria han logrado al fin cuadrar el círculo de la crisis que, con toda evidencia, han provocado los trabajadores. Modestamente, eso sí, ellos han renunciado a predicar con el ejemplo, que es cosa antigua y propia de frailes.

Si un ciudadano del común debe cotizar al menos 35 años para ganarse un módico retiro, a los congresistas y senadores les basta calentar el escaño durante sólo siete y, sin más que ese breve trámite, tienen garantizada la pensión máxima posible. A este premio gordo de la Seguridad Social suman aún otras ventajas inherentes al oficio, como la de tributar a Hacienda por apenas la mitad de su no desdeñable sueldo o la de compaginar el cobro de dos o más prestaciones simultáneas con cargo al Tesoro Público.

No quiere esto decir, naturalmente, que los reglamentos del Congreso sean una fuente inagotable de privilegios para quienes los aprueban y disfrutan acudiendo a las viejas técnicas de Juan Palomo. Simplemente, los congresistas se aplican la máxima de la granja de Orwell: todos somos iguales, pero unos más iguales que otros.

Nadie mejor que unos pensionistas de cinco estrellas como los diputados del Pacto de Toledo para tomar medidas contra el descontrol del gasto en las pensiones. Saben por propia experiencia lo costoso que le resulta al Estado el pago de esa factura y, en consecuencia, no han tardado en llegar a un acuerdo casi unánime para ensanchar el cálculo y rebajar la cuantía de los subsidios de vejez. Podrían haber empezado por renunciar a las pensiones de lujo que ellos mismos se asignaron, desde luego; pero se conoce que encuentran más útil ahorrar en los muchos que cobran poco que en los pocos que cobran mucho. Cuestión de aritmética, ya se sabe.

Tampoco ignoran los diputados que la gente no se lo tomará a mal. Comprensivos hasta el filo de la mansedumbre, muchos españoles aceptaron sin rechistar que se les bajase el sueldo en un 5 por ciento y ni siquiera pestañearon cuando el Gobierno puso el despido a buen precio y congeló a los jubilados las pensiones que ahora se van a reducir. Nada que ver con la actitud de otros europeos más díscolos que han montado la mundial por muchísimo menos que esto. Los franceses, por ejemplo, estuvieron a punto de reanudar la toma de La Bastilla bajo el pretexto de los dos años de trabajo extra que les ha propinado Sarkozy al aplazar desde los 60 a los 62 la edad de retiro. Por no hablar ya de la Grecia que vive desde hace meses en las barricadas o de las multitudinarias protestas en el Portugal de Sócrates y en la Italia de Berlusconi.

A diferencia de esos países de ciudadanía poco disciplinada, España es el paraíso de cualquier gobernante. Hagan lo que hagan los gerifaltes, el pueblo reacciona con una encomiable y en cierto modo sorprendente flema británica que parece rebatir su pretendido carácter latino. Y luego pasa lo que pasa.

Poco han tardado el Gobierno y los congresistas en percatarse de que a sus súbditos se les puede –y debe– someter a no importa qué sacrificios en la seguridad de que los aceptarán con resignación sólo comparable a la del santo Job. Lo último, o tal vez ya penúltimo, ha sido empobrecer a los futuros pensionistas: y esto no ha hecho más que empezar. De momento no se contempla la restauración del derecho de pernada, pero tampoco quisiera uno dar ideas.

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