La reacción de los políticos catalanistas ante la sonada sentencia del Tribunal Constitucional junto con la prohibición de las corridas de toros por el Parlament me inspiran unas cuantas consideraciones estimuladas además por las declaraciones de Bieito Lobeira el cual, volviendo por donde solía, acaba de informarnos que las corridas de toros son un “instrumento ideológico de españolización de la sociedad gallega”. Que el señor Lobeira vive completamente ajeno a la Galicia real es algo que casi todo el mundo sabe aunque a él le dé igual. Aun así y porque no sólo de feiras de bois viven los gallegos cabría preguntarle al señor Lobeira que habría de malo, en todo caso, en que Galicia se españolizara con las corridas de toros, se italianizara con los espaguetis, se afrancesara con Citroën, se achinara con el Tai chi chuan, se americanizara con el inglés y se rusificara con caviar. Cabría preguntárselo, por supuesto, pero yo no le preguntaré ni la hora no vaya a ser me dé la portuguesa. Y precisamente por ello, porque el señor Lobeira va una hora retrasado, no es de extrañar, dicho sea en su descargo, que llegue tarde a todas partes.

Las corridas de toros no españolizan a Galicia ni mucho ni poco porque los gallegos -con la excepción del señor Lobeira y otros cuantos que no obstante viven magníficamente del sueldo que les pasa España- somos españoles hasta la médula. Pero de la misma forma que cada persona es distinta y única también lo son nuestras regiones. La riqueza cultural de España radica en la pluralidad de especificidades territoriales múltiples ensambladas por una historia milenaria común. España es ciertamente un microcosmos de riquezas culturales que la transitan en urdimbres y tramas conformadoras de un cañamazo singular e irrepetible admirado por el mundo entero. No obstante, la pluralidad que le exigen los nacionalistas periféricos a España, cuyo pluralismo es innegable, carece de reciprocidad, siendo, en este sentido, las declaraciones del señor Lobeira un ejemplo arquetípico de asimetría falaz y cainita. Como asimismo lo es la prohibición de los toros en el Parlament catalán, de la cual podría hacerse una lectura estrictamente animalista, por supuesto, pero sería mirar para otro lado: algunos catalanes parecen sentirse cómodos en España cuando les hacen la vida imposible a otros en Cataluña. Es que se empieza por derrumbar el toro de Osborne y se acaba por prohibir a los niños ver la final Holanda-España.

Enfocada desde Galicia la prohibición lo primero que se me ocurre es que el individualismo gallego es esencialmente reacio a los ritos tribales. Por tanto, ni las corridas de toros -rito de exorcismo tribal- ni los estatutos de autonomía propios del maximalismo catalanista es algo que vaya con nosotros. Porque ¿a algún observador objetivo y honesto puede caberle alguna duda que el Estatut catalán, parcial y recientemente derogado por el Tribunal Constitucional, fuera algo más que pura degeneración tribal insolidaria y anacrónica?

Bajo esta perspectiva, tengo la impresión que no tanto por la crisis económica, que también, sino por razones de más profundo calado, los electores harán pagar al PSOE el amparo y alas que dio al órdago estatutario catalanista. Esa forma tan ruin de envidar dejó un regusto de juego sucio, de asimetría de derechos de los jugadores, de manipulación a conveniencia de las normas del juego democrático. Y se mire por donde se mire tampoco es de recibo llenarse la boca con la palabra democracia para admitir una iniciativa popular en el Parlament tendente a ilegalizar las corridas de toros y rechazar otra en las Cortes, no menos popular y avalada por seis millones de firmas, de muchísimo mayor fuste y trascendencia, respecto a la convocatoria de un referéndum que implicara a toda España en la aprobación o rechazo del Estatut ¿O acaso los efectos derivados de la aplicación del Estatut concernían solamente a Cataluña? No. Las desexternalidades del Estatut -a la par que las de una central nuclear colocada a las puertas del vecino- es evidente que afectan en mayor o menor grado a todos los españoles.

Por ello, si los socialistas gallegos me permiten el consejo, no deberían recurrir a veleidades identitarias absurdas -por ahí anda aún dando tumbos el dislate de “Nazón de Breogán”, átenme esa mosca por el rabo- y pomposas propuestas de revisión estatutaria reclamando más autogobierno a imagen del secesionismo catalanista. Que es en realidad un eufemismo -el autogobierno, digo- para dar cobijo al relajamiento asimétrico de los vínculos entre las regiones españolas. Háganme caso, amigos socialistas, los españoles en general y los gallegos en particular están deseando poner término, por un simple cálculo de eficacia, a las derivas no sólo secesionistas sino incluso autonomistas que confunden nación con reino feudal. En las economías autonómicamente policentradas -es el caso español- el asunto crucial ya no es más descentralización y más autogobierno sino más desconcentración de poderes regionales. Al punto al que ha llegado España de cesiones por arriba, a Bruselas, y por abajo, a las regiones, el avance sincronizado de nuestro país sólo es viable oponiéndose al tribalismo autonomista por potenciación de compatibilidades regionales.

Claro está, a estas alturas del curso supongo que no quedará ni un caradura que ande aún tomando el pelo a la gente con lo de “nación de naciones” ¿verdad? ¿Cuándo y dónde ha existido una nación de naciones? ¿Suiza, EE.UU, la extinta URSS, la fenecida Yugoslavia, Gran Bretaña? Pues no, no lo son ni España tampoco es una nación de naciones. Puede existir, y ha existido, un reino de reinos pero no una nación de naciones. España es, sencillamente, una nación homologada desde siempre por todas las otras naciones europeas en pie de igualdad con las otras naciones europeas. No es más que eso. Pero tampoco menos.

*Economista y matemático