Si en la economía mundial aparecen brotes verdes, serán de bambú. China impone su ley demográfica, porque Occidente titubea a la hora de estimular su creatividad y de adoptar las reformas radicales que caracterizaron su genio histórico. Su energía se refugia hoy en la televisión basura, imitada en todo el planeta. La crisis acelera la evolución hacia un sistema controlado férreamente por el Estado –que se ha comprado hasta General Motors–, con la ficción capitalista relegada al funcionamiento del bar de la esquina.

Confirmada la evolución ideológica, la academia discute ahora su correlación teológica. Desde la universidad de Harvard, el joven economista Davide Cantoni se plantea "¿Cuál es la relación entre las creencias religiosas y el crecimiento económico?" Hasta ahora se aceptaba sin verificación que el protestantismo –y no digamos el calvinismo– aventajaba al catolicismo, como plataforma para el labrado o engorde de una fortuna. Nadie discutía la "ética protestante" de Weber como sostén capitalista, pero el investigador citado no ha hallado diferencia alguna entre la prosperidad de ciudades alemanas de fes dispares. Dicho de otra manera, el imperio español no se hunde por su adhesión furibunda al integrismo tridentino. Keynes siempre Keynes ya situaba la génesis del capitalismo en el oro traído de América, y robado por los corsarios ingleses de Isabel I.

Los listados del economista de Harvard se detienen en 1900, cuando ninguna religión emergente inquietaba a católicos y protestantes. Sin embargo, la ética del trabajo se ha desplazado a China, que lleva años ahorrando entre estrecheces para que Occidente derroche sin tasa. El espíritu del confucianismo ha derrotado al calvinismo bancario y, como no hay almuerzo gratuito –la invariable ley capitalista–, ha llegado el momento de pedir la cuenta. China puede bloquear cualquier iniciativa planetaria, según demostró en la cumbre climática de Copenhague. No sólo administra la tradición de Confucio, esgrime además otros mil trescientos millones de razones.