Se dolía Manuel Jiménez de Parga (Cantar en París el Himno Nacional, EM, 5/02/2010) de que al comienzo del encuentro entre Francia y España (0-2) se interpretaran los himnos de ambas naciones si bien La Marcha Real se escuchó en silencio mientras La Marsellesa fue cantada con emoción. Y claro, piensa Jiménez de Parga, así no forjamos patria frente a quienes quieren hacer de España una simple administración territorial de varias naciones hasta que finalmente algunas se independicen. Sin embargo, mi opinión al respecto es otra. Tengo la plena convicción que el inmutable genio de España no necesita himnos transidos de grotescos breoganciños ni mariannes guillotinadoras con una teta al aire y escarapela republicana.

Caballero de la espuela de oro, expresión coloquial con reminiscencias de partida, de espuelazo, común a otras lenguas -parting shot, coup de l´étrier- para designar el penúltimo trago de morapio, llamaron sus enemigos a Quevedo. Caballero de la espuela de oro que, entre cojo y reverencia, le pegaba a la plata de la sed, a mí me suena deliciosamente a insultante germanía y aun mejor. Porque España es una venturosa borrachera diaria y acumulativamente secular de insultos e himnos urgentes en las precipitadas periferias, donde felizmente falta la letra beligerante del himno nacional español, como riéndose -en eco, desde el profundo barril de la Historia- de los otros himnos avinagrados de racismo y pequeñez.

Porque es sencillamente fraterna, nunca sale ilesa de la experiencia española la vida emocional del extranjero que la frecuenta. Cuando sobre todos ellos desciende la estrellada catedral de la noche andaluza o los cubre el azulino cielo gallego es innecesario predicar los milagros de convivencia que el buen vino de esta tierra alienta en sus corazones hasta caer fulminados por el genio de España y devenir en entregada hinchada. Siempre ha sido así y siempre será así. Nuestro vino, el mejor y más barato del mundo, vale por cien himnos. Y es que los españoles, los auténticos, el macizo de la Raza, somos indiferentes a las atenazadas humanidades de los maledicentes al atisbo de nuestras taras que no son otras que travesuras e infantilismos comparadas con las de pueblos que se tienen por cultos y modernos. Siendo lo propio de este país de buen vino vivir acomodado sin pesares, huyendo de seriedades, encogimientos y tristezas.

Pero no sólo de himnos quiero hablar, también salirles al paso a quienes temen que la multiplicidad genética que colorea hoy día este divino país degenere en la sordidez de Harlem o Saint-Denis, rompiendo antes o después la alegría de las relaciones sociales que tan feliz como fácilmente se tejen y destejen en cualquier lugar de España donde se pueda degustar un vino con olivas. Sinceramente, mi confianza en el genio espontáneo y natural de nuestro pueblo es tal que por oposición a los agoreros del lamento racial estoy seguro que seremos en el futuro y casi ya de inmediato un extraordinario ejemplo de integración y recreación nacional. Y es que nada mejor que el vino –la sangre de los cobardes, qué decía Bukowski- y las aceitunas -el alimento de los guerreros, según los espartanos- para toda fusión racial, siempre paradójica y contradictoria. Pues qué pueblo no es paradójicamente algo cobardón y algo guerrero.

En aras de la feliz convivencia, olvidémonos de la ingeniería social y otras chapuzas encaminadas a ahormar a los ingenuos. La obligación más patriótica que cabe a un político atento al procomún es velar por la calidad y precios en bebidas y comidas de forma y manera que España sea reputada en toda la rosa de los vientos por la excelencia de lo que se come y bebe, bueno y barato, y veremos tanto a nativos como recién llegados defender este paraíso con uñas y dientes. Tanto es así que la presente marea de vino castizo que alumbra cada una de las regiones españolas, férvidas y muchas, amplia en sus lujosos tornasolados y generosa en sabores de alegría múltiple, es el mejor aval de un futuro integrador de las razas y religiones que entran doblando la esquina por parameras y valles floridos.

Sí, la tierra de España, que es una y única en su corazón granito y oro, rezuma calladamente los mejores y más baratos caldos que haya conocido la Humanidad, con lo cual estamos a la altura histórica de las naciones legendarias que buscaron inteligente y generosamente la felicidad de sus gentes. Frente a ello, no hay fanática creencia, nacionalismo periférico, ideología racial o religión liberticida que se resistan.