No fue la prosa de Delibes mordiente y dura como el colmillo acerado, la garra carnicera o el plomo incandescente que tanto frecuentó. Fue justa y precisa, equilibrada y enjuta, sin excesos ni aspavientos. Por elegante y clara está ahí toda limpia y sana la dicción inconfundible de Delibes, escritor de buen gusto cuyo fraseo suena como el viento a ras de campos sembrados de adjetivos escasos pero oportunos. Por escribir así de bien nunca lo llamaron desde Estocolmo para que se hiciera la foto oficial –a pesar de guiñarle descaradamente el ojo al Comité Nobel con "El hereje", su peor novela– pues allí sólo me leen a mí y al señor aquel que odiaba a las mujeres. O acaso, vistos los suplementos culturales de este país, porqué no habría yo de reivindicar en esta oportuna circunstancia, cazador en mi alba, los escritores gallegos que escriben en español aunque no sea exactamente el de Delibes si tanto la Consellería de Cultura como, verbigracia, Darío Villanueva, eximio secretario de la RAE, los tienen en total e inexplicable abandono.

Fatigadas de fugas alocadas de la pólvora incendiada por los fríos castellanos, las perdices que Delibes no cazó acaban de recibirlo con una ramita de olivo, ofrenda de pacífica bravura, ilesas y agradecidas a su mala puntería. Y aquellas que sucumbieron a la perdigonada fatal lo esperaban felizmente adormecidas con la melancolía del olvido, como yo amaría aun después de muerto a Marie Antoinette si me hubiera guillotinado tras un polvo salvaje y limpio. Que no otra cosa es la caza para quien la practica en mano, pluma escribidora y granadilla de codorniz, tradición de labradores y cervantinos hidalgos pobres.

Desde la plena y gloriosa altura de su prosa, Delibes derribó ejemplarmente los hervores acelerados de los vuelos de malos escritores, que son siempre los escritores doctrinarios con una guerra civil de por medio para suplir la imaginación que no tienen desde "Por quién doblan las campanas". Lo cual señalo como homenaje, nada más, a quien, en cuestión de gatillos literarios, fue uno de los más certeros. Pues en Delibes aprendimos, sin lugar a dudas, el milagro y la gracia que nacen en las regaladas claves de la naturaleza una mañana de otoño cualquiera, señorial y encantada, en la que hasta un par de disparos pueden sonar con sus pausas y semitonos como la más dulce de las melodías. Morir libre, joven y salvaje es dicha reservada a Aquiles y su bello Patroclo y a las bravas perdices amorosas de bayas y lombrices.

Fui en alguna ocasión morralero inocente, zagalillo que pastoreaba burbujitas de millésimé ensoñado con princesas monegascas y reinas guillotinadoras, por aquellas tierras vallisoletanas de don Miguel, desamparadas del viento, centenos y trigales sin cancillas, señales seguras de codornices, palomas y liebres, estas entre matas y terrones. No sentí en verdad el espanto de la caza acosada ni Francisco de Asís, que tanto amó a los animales, tampoco presintió sus tristezas misteriosas provocadas por la mano predatoria del hombre, la más bella y feroz de las fieras carnívoras.

De Delibes podemos cantar su buen escribir como él cantó la caza y la tierra perdiéndose en otros follajes de las espesuras históricas en las que nunca se adentró a gusto. Y cuando entró en las secuelas de la católica alba medieval, tardía y judaica, no atinó más que a darle a una cola extendida que se le escapaba en señuelo de engaño, que en esos menesteres es mejor cazador el redero que el arquero. Pero incluso en esos raros casos de temblores alados, de pulso erizado de desasosiegos, su escribir no pierde el arrullo que muere de amor por el castellano.

No todo le venía bien al buen escritor que fue Delibes, pero si encontraba la cadencia justa en el hábitat que más le convenía su lírica se engarzaba en grises y azules pálidos do brotaba la elegancia austera. Digámoslo así, Delibes fue el mejor solista de la belleza escarchada que tuvo España.

Retengamos del maestro esta lección primera que la prosa es como la caza: sólo acierta quien dispara sin pensar. No resulta fácil aproximarse a la frase justa que brota sorprendida de entre gavillas de palabras ¡Y qué colores en esos momentos luminosos cuando se levanta justo enfrente fugitiva casi de las manos y el corazón¡