Criado en el culto a la Legión, no quiero hurtar la nostalgia que me invadió cuando recientemente retiraron la estatua de Millán Astray. Desde niño, recuerdo a mi padre relatar que de los diez primeros legionarios que cruzaron el Ebro a bayoneta cuatro eran gallegos, él entre ellos, no siendo la gesta insólita pues incluso Castelao, en "Sempre en Galiza", citaba a Lope de Vega para avalar la legendaria reputación militar de los gallegos, y mucho antes de los Tercios. Además, no deja de extrañarme que si Pétain ha merecido, a pesar de los pesares políticos, reconocimiento y honra en su país, aquí tengamos que trastear a uno de nuestros mejores soldados, cuya obra quedó magistralmente ensalzada en la novela de Pierre Mac Orlan "La bandera". Vayan estas líneas, a modo de indirecto desagravio, a un legionario, maestro moral, cuya enseñanza única y decisiva fue: "No te rindas nunca".

Cuando mi abuelo me acompañaba al colegio, veíamos pasar por las calles de Vigo un carro tirado por dos caballos, guiado por un hombre alto y guapo que, erguido y látigo negro en mano, parecía un auriga heleno indiferente al barullo de la modernidad. Vestía siempre de traje raído pero limpio y llevaba camisa y corbata como si trabajase en una oficina. Sin embargo, donde parecía poner toda su dignidad aparente era en unos gemelos de oro que un día pude verle al detener el carro a la altura de la ventanilla de nuestro coche. Aquellos gemelos, dos pequeñas esferas sujetas entre sí por una cadenita, eran iguales que los de mi abuelo.

Del auriga contaban que había sido inmensamente rico pero que un revés de fortuna había arruinado. En realidad, había sido jefe de banda de contrabandistas de cobre y café en la posguerra y, efectivamente, muy rico aunque durante poco tiempo: hasta que, por una delación, lo metieron en la cárcel. Quedaba el mito invulnerable de su antiguo esplendor y poderío, cristalizado en quedo eco que pude escuchar a hurtadillas en no pocas ocasiones, sobre todo a las mujeres. Contaban que al recobrar la libertad había ajustado sigilosamente algunas cuentas por su propia mano sin llegar, no obstante, al crimen. Asimismo, se decía, y esto era lo que producía más admiración, que, tirando de lo que le quedaba escondido, se había encerrado con todas las artistas y camareras del Fontoria durante veinticuatro horas como si fuera su propio harén y las había azotado sin excepción con los tirantes de negro cuero. A partir de ahí, los hombres lo respetaron y las mujeres lo desearon con secretos escalofríos de prohibida lujuria. Con lo que le quedó del bacanal, o lo que fuese, compró el carro, los caballos y una pequeña nave industrial que le servía de casa, establo, almacén y fragua en la que él mismo herraba los caballos y arreglaba el carro. Se dedicaba al transporte de hierros y madera. Los caballos estaban enteros, eran de buena raza de tiro, los alimentaba muy bien y ganaba con ellos un dinerillo extra alquilándolos para cubrir yeguas en las aldeas. En el galpón había habilitado también un cuadrilátero en el que entrenaba a los mozos a boxear. Después de lo del Fontoria, no se le volvió a ver con ninguna mujer ni amigo. A veces bebía en el rincón de alguna taberna pero siempre solo y con dignidad. Jamás saludaba a persona alguna. A ninguna, salvo a mí.

Reconcomido por las ganas de manejar las bridas de aquellos caballos, escapé de casa, fui a la puerta de su galpón/nave mirando como maniobraba el carro y le imploré que me dejase subir con él. Se negó, sabía quien era yo, conocía a mi padre de la Legión, habían estado juntos en la guerra, y aunque muy unidos por entonces ya no se llevaban bien. No me contó más. Pero me dejó ir a visitarlo y darle de comer a los caballos e incluso ayudarle a herrarlos. También me animó a entrenar al boxeo con los mayores, y cada vez que desfallecía me gritaba: "No te rindas nunca". Vistas las cosas desde afuera, el infamante trabajo de carretero –muy inferior socialmente al de tranviario y no digamos al de camionero o taxista– parecía pura penitencia masoquista. Error. Aquel hombre había sido un jefe y aun en la adversidad seguía siéndolo.

Un día, un tranvía lo mató a él y a los caballos. Ese día me murieron tres amigos. Mi padre, con otros camaradas del Tercio ya licenciados, asistió al entierro vestido de legionario. Cuando cantaron el Novio de la Muerte lo coreé y aunque las lágrimas empujaban para salir aguanté recordando la lección: "No te rindas nunca".

Costó trabajo desasir el látigo que apretaba en su mano de hierro. Irónicamente, o quizás no, uno de los caballos se llamaba Látigo y el otro Negro. Y Látigo Negro le llamaban a él las mujeres en su época dorada. Y látigo en mano, sin rubor, Romano, pues ese era su nombre, con traje, corbata y gemelos de oro, ejerció el mando, pobre y erguido como un auténtico señor gallego, como un caballero legionario, hasta el fin de sus días. Romano, este nombre di yo a mi hijo. Y Látigo Negro fue mi nombre de guerra en mi corta trayectoria de boxeador perdedor. Pero sin rendirme nunca.