Una joven política murciana accedió no hace mucho a un importante cargo en Madrid. El primer comentario que podía leerse en la web de uno de los periódicos que daba la noticia era: "¿Con quién se lo habrá tenido que hacer Fulanita para haber llegado tan alto?". Sin ir más lejos, cada vez que en alguna página digital reproducen uno de mis artículos aparecen al pie, como poco, media docena de espontáneos que se acuerdan de mi madre, que en el cielo está. Y quienes filtran insultos y obscenidades en las redacciones de las webs saben que es imposible que aparezca una información relativa a políticos, artistas, empresarios o personas que tengan cualquier tipo de notoriedad sin que se acumulen adjetivos que no se escuchan ya ni en las tabernas más perdularias: el que no es corrupto es un degenerado, más frecuentemente ambas cosas a la vez.

A todo el mundo le sorprende que para publicar una carta al director en el diario de papel haya que remitir fotocopia del carné de identidad y si contiene una denuncia, además, el teléfono, para que el encargado de la edición pueda contrastar la veracidad de lo escrito. Sin embargo, en las webs de algunas marcas periodísticas desaparece todo escrúpulo, y se admiten comentarios insultantes y acusaciones maliciosas sin soporte documental alguno. Siguiendo debates al respecto he podido constatar que hay básicamente dos posiciones ya instaladas. Una: Internet es así, y punto. Otra, más elaborada, como la que encabeza Jeff Jarvis, atiende a que son tantísimos los beneficios y ventajas que aporta esa herramienta que los comentarios basura resultan ser un "mal menor" con el que hemos de acostumbrarnos a convivir. ¿Un mal menor? A mí no me parece despreciable ese mal. Porque es un mal que crea escuela y educa en la incivilidad. Ejemplo: hay quienes, tras haber descubierto ese ámbito de impunidad mantienen que la libertad no ha de atender a sujeciones:

Califican de censura los filtros y señalan como sometidos a cualquier extraño poder a los medios que se empeñan en mantener el rigor informativo y cuidan la limpieza en la interactividad con sus lectores. Pero peor que esto es que se da a entender que Internet es la ciudad sin ley, un territorio no reglado en el que sólo se persigue, si acaso, a los pederastas.

Expondré un caso: yo mismo he tenido que comparecer dos veces ante una jueza porque en uno de mis artículos expuse que un determinado aspirante a alcalde había decidido casarse antes de las elecciones para obtener en su pueblo un plus de respetabilidad. El político en cuestión interpretó que yo lo calificaba de homosexual, que ya es darle recorrido a la cosa. La jueza archivó la denuncia, pero tras la celebración del juicio. Salta a la vista la paradoja. En muchas páginas de Internet, incluidas las de periódicos tradicionalmente respetables, se acumulan a diario y protegidos por el anonimato comentarios, éstos sí infamantes, sobre las más diversas personas, sin que hasta ahora exista una sólida jurisprudencia que disuada a esos embozados. Y es que parece que los jueces se han contaminado de ese espíritu al que he aludido antes: la libertad es eso. Pero nunca lo ha sido. Ni lo es en cualquier otro ámbito que no sea Internet.

Hasta aquí sólo me he referido a uno de los problemas que trae consigo esa máquina maravillosa (conviene apuntar, por si alguien lo quisiera llevar ahí, que no cuestiono Internet, y quien lo haga correrá la misma suerte del que no es partidario de que existan las mareas, sino determinadas conductas deplorables que se vienen dando de manera parasitaria a sus infinitas bondades). Pero digo que hasta aquí sólo me he referido al debate informativo. Hay más problemas, y tal vez hasta más graves.

Un exponente cercano en el tiempo. La semana pasada, la Guardia Civil, tras varios meses de investigación, consiguió localizar y detener a una ciudadana de Cartagena que, para vengarse de otra señora con la que se había enemistado, publicó en varias páginas de contactos de las existentes en la Red un anuncio ofreciendo servicios sexuales, detallando el teléfono y la dirección de su "enemiga".

Ésta, podemos suponerlo, no habrá recibido en su vida más visitas indeseadas ni telefonazos más inoportunos que los que la han perturbado durante el tiempo en que los investigadores trabajaron para retirar el anuncio y detener a la anunciante. El caso, que no es anecdótico, ya que hay antecedentes similares en la propia Región de Murcia y por otras causas, nos alerta sobre otro de los riesgos ciertos de la Red. Si antes nos referíamos al anonimato desde el que se difunden insidias, ahora debemos añadir la suplantación de personalidad. Es un recurso fácil, al alcance de cualquiera y se puede utilizar para toda maldad. Cierto es que en esta ocasión las Fuerzas de Seguridad han conseguido, no sin dificultad, dar con la delincuente, pero no cabe duda de que acciones como la de esa mujer podrían quedar impunes si quien las practica suma a sus propósitos un más profundo conocimiento de los mecanismos tecnológicos de la Red.

Véase que el intenso debate sobre la propiedad intelectual no es el único que debiera interesarnos en relación a Internet. Pero para intervenir en ellos a veces no queda otra opción que hacerlo a contracorriente, pues se ha instalado en la sociedad la impresión de que toda actuación reguladora vendría a mermar la libertad o los derechos de los internautas. Parece legítima la desconfianza en que el Estado meta las manos en Internet, pero mientras tanto se siguen lesionando viejos principios y reglas que una sociedad democrática siempre ha tenido por bandera. No debería existir miedo a que normas que son aceptadas en cualquier otro espacio tengan su equivalencia en Internet, pues de otro modo éste se convierte en un campo de impunidad, en el soporte de nuevas formas de delincuencia y de prácticas hasta ahora rechazables cuyo consentimiento puede resultar contaminante. Porque ¿quién nos dice que si no llevamos a Internet las normas que rigen fuera de él, no serán las malas prácticas que en él se permiten las que acaben extendiéndose al comportamiento social?

Conviene hacerse esa pregunta, por muy antipática que resulte la tesis de establecer unas mínimas pautas en la Red.