Entro en una librería a curiosear novedades, que es el momento más excitante de cualquier operación de compra. Demorarse en los prolegómenos de una elección pagada es un placer sensual de alto voltaje. Mientras echo un vistazo a las estanterías retorciendo el cuello (la conocida torticolis del bibliófilo), oigo a la propietaria hablar de viajes con otro cliente. "Esta temporada —le dice— como no sean viajes astrales, no pienso moverme de la ciudad". Yo no debería haberme dado por enterado porque escuchar conversaciones ajenas, y terciar en ellas, es de mala educación, pero al escoger mi libro e ir a pagar, le comento que me ha hecho gracia lo de los viajes astrales, porque me trae el recuerdo de una anécdota referida a ellos y protagonizada por la propietaria de una librería de Oviedo. Ocurrió hace ya muchos años. Estábamos en el bar Los caracoles un grupo de personas en compañía de un famoso político guineano exiliado cuando la librera, seguramente estimulada por el giro africano de la conversación, nos confesó que ella hacía viajes astrales con frecuencia e iba y venía a América, cruzando el Atlántico a la velocidad de la luz. Nos describió las emociones de la experiencia con gran viveza y añadió que en ocasiones viajaba con otros amigos residentes en Oviedo. Todos por el aire y todos cogidos de la mano como Mary Poppins cuando volaba sobre los tejados de Londres propulsada por una fuerza mágica. Ninguno de los presentes se atrevió a manifestar asombro ante lo que contaba y pasamos discretamente a otro tema. Yo escribía entonces bajo seudónimo una sección en La Nueva España y se me ocurrió contar el asunto de los viajes astrales haciendo una broma cariñosa aunque sin dar nombres. No debería haberlo hecho porque un querido colega me abordó dos días después con un cierto enfado y me dijo que él era uno de los ovetenses que iban y venían a América por el aire sin necesidad de sacar billete de avión. La librera y yo nos reímos con la historia y coincidimos en que estas cosas de la magia y el esoterismo no hay que tomarlas a chacota. Para confirmarlo ella me cuenta que en una librería en la que trabajó muchos años se producían extraños acontecimientos. Los libros aparecían cambiados de sitio, se quejaban, suspiraban, y hasta se tiraban de los estantes abajo como si se suicidasen. En una ocasión, uno de los empleados más antiguos, que era aficionado a las prácticas esotéricas, convocó a los espíritus en una mesa camilla y se hizo presente uno de ellos, que veraneaba de niño en A Coruña y solía acudir a la librería con sus padres. Al parecer, cuando se aburría en el más allá regresaba para darse una vuelta por los Cantones o ir a la librería que tanto le gustaba. Puede que fuera él quien cambiaba los libros de sitio o los hacía caer al suelo. Le doy la razón a mi interlocutora. Los locales dedicados a la venta de libros son lugares mágicos, porque el espíritu de los autores está allí concentrado. Toda esa fuerza mental junta en un espacio reducido tiene que producir perturbaciones y fenómenos paranormales.