Uno de estos días dedicaré parte de mi jornada a contestar los correos que recibo en el ordenador. Respondí algunos a su debido tiempo pero me siento naturalmente endeudado con quienes todavía no recibieron respuesta y me consta que la esperaban, y con aquellos otros que, sin habérmela sugerido siquiera, pesan en mi conciencia como inquietantes asuntos al borde de convertirse en remordimientos. Mi problema no es de tiempo, sino de actitud, y sobre todo, de que soy incapaz de acusar recibo sin escribir una nota que duplique al menos la extensión del correo recibido. No querría que la relación con mis remitentes fuese genérica y automática, burocrática y despersonalizada, como si en mi nombre hubiese redactado las contestaciones una máquina. Me dolería que mis lectores dedujesen de mis repuestas que soy un tipo que les escatima la gramática y se limita a dar manidas y lacónicas contestaciones sin alma que dejaran a sus destinatarios mas insatisfechos que si sus correos hubiesen sido contestados con un riguroso e inmerecido silencio. Si como lector alguien me hiciese cosa semejante, creo que no perdería la memoria in haber aprovechado sus últimos coletazos para acordarme con ensañamiento de sus muertos. Algo dentro de mi me dice que hay personas que si me escriben es porque necesitan compartir conmigo un pensamiento, un problema, o, simplemente, una visión de la vida para la que me consideran un confidente de fiar. Todavía recuerdo con inmenso dolor el caso de un muchacho compostelano que me escribió hace algunos años una carta autógrafa en la que de paso que compartía mis angustias existenciales de entonces, me confesaba estar al límite de la esperanza y ansioso por recibir mi respuesta a vuelta de correo por si era capaz de elevar con mis palabras su abatida autoestima. Recuerdo que aquel joven vivía solo y que nada mas leer la carta pensé que necesitaba ayuda para no sucumbir a los problemas que tanto le angustiaban, pero yo entonces estaba muy ocupado en buscarme excusas para despreocuparme de los demás, así que sepulté aquella carta entre las infinitas anotaciones manuscritas de las que pensaba que nunca extraería un ápice de literatura y, como era habitual, le procuré a mi conciencia otros asuntos que me ayudaron a olvidar sin el menor remordimiento la carta del muchacho. Mi conciencia pudría fácilmente mi memoria. Tres semanas más tarde conocí al joven, pero ya era demasiado tarde. Me lo presentó la muerte al anochecer. Yacía sin vida en una acera. Acababa de saltar al vacío desde la ventana del tercer piso que ocupaba en un edificio en el que a mi me pareció entonces que abrir las ventanas solo serviría para que entrase hasta el fondo del retrete la maldita y fecal oscuridad. Me volví de espaldas cuando el juzgado de guardia autorizó a que las asistencias volviesen de cara el cadáver sobre la acera. No me consta que mi indiferencia le hubiese empukado a asomarse aquella noche a la ventana, pero arrastro desde entonces la idea de que mi carta podría haber sido para aquel desdichado lo único realmente sólido a lo que agarrarse, una razón para seguir tirando, acaso el prospecto que le ayudase a descubrir con una sonrisa en los labios que la vida no era en el fondo tan mala como él y yo suponíamos y que en el mejor de los casos, aunque a veces nos parezca un remedio, en realidad la muerte está siempre llena de horribles contraindicaciones. Me sentí en parte culpable de su trágico destino durante mucho tiempo y aunque decidí romper aquella carta, todavía al cabo de los años tengo la sensación de que al volver de madrugada a casa el viento expósito de la calle haya metido en mi portal los pedazos parpadeantes de aquel papel en el que crecía haber hecho pedazos los ojos manuscritos de aquel muchacho del que ahora ya no sé en qué buzón recibe sin mucha convicción el correo que por desgracia llega tarde. Jamás pude olvidar aquella historia, ni sustraerme al remordimiento. No querría que se me repitiese algo semejante. De vez en cuando me asalta la idea angustiosa de que aquel muchacho podría haber salvado la vida si mis brazos se hubiesen adelantado un par de días a los brazos del forense. Por eso me siento tan responsable de contestar los correos de quienes me escriben. No querría defraudarlos. Ya sé que la mayoría de mis lectores son gente serena que ama la vida, pero siempre le queda a uno la duda de hacer un daño inesperado como consecuencia de sus palabras tanto como por culpa de su silencio. No podría hacer responsable de mi pereza a mi desidia, ni culpar de mi indiferencia a la insensible rutina de vivir, del mismo modo que de aquel desdichado episodio ni por un instante se me pasó por la cabeza la idea de culpar de lo ocurrido a la desgracia de que aquel maldito edificio no tuviese ascensor.

jose.luis.alvite@telefonica.net