¿Por qué será que a cierta edad nos gustan tanto las películas que acaban mal? No lo sé, ni creo que valiese la pena perder demasiado tiempo en la desgracia de averiguarlo. Algunas emociones humanas se merecen en todo caso el respeto de ese cierto misterio que ayuda a no cometer el error de analizarlas. Sabemos que el encanto de “Memorias de África” y de “Los Puentes de Madison” reside en que son historias de amor condenadas al fracaso, en la película de Sidney Pollack, porque Robert Redford se estrella contra el suelo con su avioneta amarilla, y en la de Clint Eastwood, porque a la mujer madura de los maizales de Iowa su responsabilidad le puede más que sus instintos, de modo que su recato de señora le impide entregarse sin bridas a sus deseos de hembra. En la escena culminante de “Los puentes de Madison”, Meryl Streep duda si abrir la puerta de la camioneta de su marido y salir bajo el aguacero al encuentro de aquel fotógrafo trotamundos que había reverdecido la imprevisible carnalidad de los besos en la pulpa de sus cotidianos labios de mujer casada. Francesca desiste de su impulso y decide mantenerse fiel a su marido. Robert Kincaid se sube a su camioneta, aparta a la izquierda en un semáforo y desaparece para siempre de los ojos de aquella mujer madura y resignada en cuyos ovarios empieza a gotear el estropajo. Un sector del público lamenta la cobardía de Francesca y la compadece por su dolorosa resignación. Personalmente creo que otro final más feliz empobrecería la garra de la historia y abocaría a Robert y a Francesca a vivir en pareja hasta que la monotonía de la convivencia les descubriese que nada une tanto a un hombre y a una mujer como la distancia que por desgracia los separa.

Y lo mismo podría decirse en el caso de “Memorias de África”, que tiene de bueno la relativa desgracia de acabar tan mal. Karen Blixen escribió “Out of Africa” motivada por el recuerdo imborrable de Denis Finch Hatton, aquel silvestre e ilustrado aventurero inglés que sólo admitía un amor sin compromisos ni ataduras porque necesitaba preservar intacta la agradable incertidumbre vital de su independencia. Nunca sabremos qué habría dado de si la historia que nos cuenta Pollack si el aviador no se hubiese estrellado románticamente en las colinas de Ngong, pero cabe pesar que Denis no habría sobrevivido sin correr el riesgo de emparejarse con la baronesa Blixen hasta que su pasión se resintiese por culpa del tedio de la vida en pareja, tal vez resignado a monótonas conversaciones triviales al amor de una rancia lumbre amanerada, mientras en el cuco del reloj pone sus huevos de plomo el tiempo y en la calceta de la señora medra la manida aritmética de un jersey de ochos. ¿No ocurre acaso eso en la mayoría de las parejas que conocemos? ¿No éramos tal vez más felices antes de que nuestros hechos desmintiesen nuestras ideas? ¿No olían acaso mejor las flores que robábamos para nuestra chica, que aquellas otras que con el tiempo estuvimos en condiciones de comprar?

Todos en el fondo somos silenciosas víctimas enamoradas de alguien que pertenece en secreto a una historia que nos consume por dentro porque en su momento no nos atrevimos a evitar que acabase mal. Pero no vale la pena angustiarse por lo que tendríamos que haber hecho y jamás hicimos. Como en las películas que acaban mal, siempre nos queda la posibilidad de continuar aquella historia en el recuerdo, mordiéndonos en cama los labios para que en cualquier descuido no se nos escape en la boca de nuestra pareja el nombre de aquella mujer en cuyos abrazos se nos desplancharon alguna vez las camisas. Por otra parte, tranquiliza mucho suponer que lo nuestro con aquella otra pareja a la larga solo podría haber salido mal.

Si uno mira a su alrededor y hace algunas preguntas puede darse cuenta de que la mayoría de la gente se resigna a que su felicidad consista interesadamente en resignarse a ocultar sus sueños. No seamos inocentes. La verdad es que cada vez que un hombre y su mujer se acuestan juntos, ambos saben que en realidad en aquella cama hay dos personas y cuatro historias. Por eso cuando les preguntamos a ellas en qué piensan mientras las abrazamos, lo hacemos fingiendo no darnos cuenta de que ellas fingen no habernos escuchado.

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