Corren por la Corte rumores, al parecer verídicos, de que el presidente Zapatero va a afrontar la crisis con dos medidas de gran calado. La primera de ellas consistiría en sustituir a la ministra del “Plan Galicia de mier…” por un gallego de Lugo; y la segunda -y acaso más arriesgada- es la que sugiere que llenará el Gobierno de galaicos con denominación de origen. Él sabrá lo que hace.

Hay quien simplifica el asunto diciendo que sale Maleni y entra en su lugar Pepiño. Maleni es, naturalmente, la ministra Magdalena Álvarez y Pepiño el ministrable José Blanco; pero ya se sabe que los españoles dispensan un trato confianzudo a sus gobernantes y no se recatan en denominarlos con apelativos propios del ámbito familiar.

Blanco ya está acostumbrado a estas confianzas. Aquí en Galicia, sus correligionarios de Lugo le llamaban Blanquito y nada más aterrizar en Madrid sus adversarios lo rebautizaron con un igualmente afectuoso y hasta entrañable Pepiño. Se ve que el influyente político suscita la ternura entre los de su bando e incluso el de enfrente. Todos tienden a nombrarlo en diminutivo mientras él se crece con cargos, ministerios, cosas. Cuánto más lo disminuyen verbalmente, más poderes le da a Blanco el presidente Zapatero.

Pero no sólo a él. Aunque sea por mero azar, el nuevo Gobierno contará con la mayor plantilla de ministros gallegos de toda la Historia democrática e incluso de la otra. Ahí estarán para demostrarlo la nueva vicepresidenta Elena Salgado, que viene siendo nativa aunque no ejerciente de Ourense; el ya mentado Blanco; el ministro de Justicia, Francisco Caamaño; el de Cultura, César Antonio Molina; y la jefa de Agricultura y Pesca, Elena Espinosa. Al igual que el marisco y los pimientos de Herbón, los ministros que da la tierra empiezan a reclamar -por su abundancia- una denominación de origen protegida e incluso los beneficios de la marca Galicia Calidade.

Con tanto paisano en los ministerios, podría esperarse algún beneficio para las gentes de este reino del noroeste, pero quiá. Por desgracia, la partida de nacimiento importa poco en estas graves cuestiones de la gobernación: cuando menos en lo que toca o más bien deja de tocar a Galicia. Desde Franco a Blanco, pasando por Cabanillas, Fraga, Rajoy y tantos otros, el número de gallegos con mando en la Corte no ha sido precisamente escaso; pero de poco o ningún provecho nos sirvieron esas influencias. Las autovías gallegas fueron las últimas de la Península y al AVE que ya circula por casi toda España aún se le espera por aquí con menos ilusión que escepticismo.

Nada que ver con los cariños presupuestarios que, por ejemplo, prodigó el andaluz Felipe González a su Sevilla natal, beneficiada con el primer tren de alta velocidad de España y una Exposición Universal de mucho calibre y aún más millones. Una tradición que años más tarde continuaría la malagueña Álvarez al colmar de obras públicas y de cuantiosos pagos de “deuda histórica” a su reino autónomo de procedencia. No obstante, resultaría algo aventurado atribuir la generosidad de uno y otra a meras razones de paisanaje. Más que al tirón de la tierra, estas muestras de amor a sus paisanos convendría achacarlas tal vez al hecho de que Andalucía -con sus seis millones y pico de votantes- es un territorio electoral en el que a menudo se decide el gobierno.

Mucho más flaca en votos y huérfana además de peso económico o político, Galicia seguirá siendo tan menesterosa como de costumbre por más que el nuevo Gobierno se llene de ministros de este reino. Cierto es que la oriunda Salgado tendrá la llave de los Presupuestos y Blanco la de las Obras Públicas; pero incluso eso sirve de bien poco cuando la crisis ha vaciado las arcas del Tesoro y ya sólo queda administrar la ruina. También es mala suerte. Para una vez que los gallegos pillamos cacho en el poder, no queda nada que repartir en caja.

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