El alza espectacular del número de parados en España durante el último año como consecuencia de la crisis económica, con una subida del 42,7%, es en sí misma una noticia impactante; pero lo es más si añadimos la comparación con los países de nuestro entorno. Según estimaciones aparecidas esta últimas semanas España vuelve a destacarse entre todas las economías avanzadas en el porcentaje de desempleados: un 12,8 % frente al 7,7% de media en la eurozona. Y se calcula que en 2009 esa ventaja -si podemos llamarla así- continuará creciendo y llegaremos a duplicar el porcentaje de los países del euro.

¿Cómo se explica esa inquietante peculiaridad de la economía española?

Las explicaciones más oídas o leídas en los últimos tiempos apuntan a dos rasgos de indudable relevancia. Se ha dicho, con razón, que el estallido de la burbuja inmobiliaria necesariamente debía tener peores consecuencias en una economía como la nuestra, dado el peso relativamente más elevado que en ella ha tenido el sector de la construcción residencial. Además, la excesiva dependencia de la financiación exterior, manifestada en nuestro abultado y sostenido déficit exterior (superior en términos relativos incluso al de EE UU), sólo puede agravar las cosas en momentos de sequía crediticia como el actual.

Hay sin embargo un par de problemas de los que no se habla tan a menudo y sobre los que conviene insistir para completar el diagnóstico específico de nuestro desempleo.

El primero es el excesivo peso que recae sobre las empresas españolas en la financiación de la Seguridad Social.

Sin ser un problema exclusivo de España está claro que entre nosotros tiene efectos particularmente dañinos. Hace un par de años sendos informes, uno de la Comisión Europea y otro de la OCDE (el informe Sapir y el Panorama del Empleo, de la OCDE, correspondiente al año 2006) destacaban que, contra lo que a menudo se dice, existe, no un modelo laboral europeo, sino diversos modelos que se diferencian por su distinta capacidad de generar empleo. Y ambos informes concluían que los que peor rendimiento ofrecían en este aspecto eran los de la Europa continental (es decir excluyendo a los países nórdicos y las islas británicas) y especialmente los del sur de Europa; entre los que destaca, como sabemos, el caso español.

El informe de la OCDE apuntaba a dos factores que siguen pesando negativamente sobre nuestra economía y que lo hacen más aún en momentos como el actual: la menor dotación y el peor funcionamiento de los servicios de empleo, sobre los que acaba de llamar la atención José María Fidalgo en el reciente Congreso de Comisiones Obreras, y lo que los especialistas denominan, usando una expresión inglesa, el tax wedge y que podríamos traducir como la diferencia entre lo que percibe el trabajador y el coste total que éste supone para la empresa. Una diferencia que básicamente corresponde a nuestras cotizaciones empresariales a la Seguridad Social.

Ese tax wedge o fiscalidad ligada al empleo es mucho mayor en España que, pongamos por caso, en Dinamarca y actúa, como cualquiera que haya tenido alguna actividad de tipo empresarial puede corroborar, como un elemento disuasorio a la hora de contratar nuevos trabajadores. La solución de este problema pasa porque el Estado, a través de sus Presupuestos Generales, asuma una mayor parte de esos costes que ahora pesan sobre las empresas. Lo que implica, como cualquiera puede imaginar, una reforma fiscal de cierta importancia. En plata, un aumento de la presión fiscal del que los dos grandes partidos españoles con posibilidades de gobernar, PP y PSOE, huyen como de la peste.

Hay otro problema que se menciona mucho menos (o, para ser exactos, casi nada) y es el peso que tienen en nuestras estadísticas de paro las tasas de desempleo de Andalucía y Extremadura. dos regiones que ofrecen permanentemente los registros más altos de todo el país.

Un pequeño ejercicio numérico nos permitirá visualizar fácilmente lo que queremos decir. Si descontamos los parados de esas dos regiones, la tasa de paro del resto de España se sitúa en estos momentos en torno al 10%; es decir, algo menos de dos puntos por encima de la francesa. En cambio, la tasa de las dos regiones mencionadas se aproximaba ya este verano, según la Encuesta de Población Activa del Instituto Nacional de Estadística, al 18%: más del doble que la de nuestros vecinos.

¿Qué es lo que tienen en común esas dos regiones, aparte de su ubicación en el sur peninsular? Pues el atraso histórico al que les ha condenado una estructura de la propiedad de la tierra -el latifundismo- que sigue mostrando hoy sus deletéreos efectos aunque sea en formas que tienen poco que ver con las del pasado: excesiva dependencia de las ayudas públicas, baja tasa de actividad, insuficiente tejido empresarial, etc.

Por supuesto que si resulta políticamente impensable en estos momentos una reforma fiscal que ayude a combatir el desempleo, la sola mención de los problemas derivados de la mala distribución de la tierra en Andalucía y Extremadura parece cosa de lunáticos. Sin embargo esos problemas tienen todo el derecho de figurar junto a los que hemos mencionado más arriba (la dependencia del ladrillo, el excesivo peso de la financiación exterior o la penalización del empleo mediante esa seudofiscalidad que son las cotizaciones a la Seguridad Social) en el diagnóstico específico de las dificultades que tiene nuestra economía para crear puestos de trabajo.

Un diagnóstico en el que, dada la entidad de los problemas que plantea, están en general poco interesados nuestros políticos, que se sienten mucho más cómodos escudándose en circunstancias de tipo general que hoy resulta particularmente fácil invocar dada la crisis que atravesamos.

Pero sin ese diagnóstico específico es de temer que las comparaciones internacionales de las tasas de paro sigan siendo motivo de bochorno para los españoles. Con crisis o sin crisis.