De vez en cuando, en los periódicos gallegos resurgen debates que parecen extraídos de un ejemplar del siglo pasado, debates que, en lugar de consignarse en las páginas de actualidad, deberían hacerlo en esas secciones que suelen llamarse "Hace cien años", "Ocurrió ayer" o títulos por el estilo. Entre estos debates extemporáneos, claro, el de más solera es la consabida guerra Norte-Sur, la presunta batalla de poder entre Vigo y Coruña que alimenta las mentes más calenturientas de las tertulias y de quienes presumen de bien informados. Estas esporádicas peleas de gallos norteños y sureños, en plena era global -en rigor, en pleno cambio de era-, me producen una mezcla de asombro y de ternura, y me recuerdan mucho a las conversaciones que tenía con mi abuelo materno en sus últimos años de vida. Mi abuelo, que era coruñés de nacimiento y se pasó media vida evocando con pasión la hermosa ciudad en la que había nacido, padeció antes de morirse una demencia senil que le volvió, si cabe, más bonachón y dicharachero de lo que siempre había sido, y más enamorado de una La Coruña -no llegó a tiempo de la normalización- que en su cabeza seguía siendo capital de todo, de Galicia, de la región militar, de lo que fuese. Yo, supongo que equivocadamente, pensaba que hacerlo rabiar un poco durante nuestras largas conversaciones podía ser bueno para espolear su memoria cada vez más fatigada, y para ese particular ejercicio mental tenía algunos temas favoritos, como decirle que el puerto coruñés se había secado por completo, desde los muelles de la Petrolíber hasta los bajos de A Marola, o, sobre todo, dejarle caer, como quien no quiere la cosa, que La Coruña había dejado de ser la capital de Galicia, perdiendo el puesto en favor de Santiago. "¡Santiago!", reaccionaba él, enfurecido, y se negaba a aceptar semejante afrenta. Era feliz hablando, y llegué a convencerle muchas veces de que, en efecto, la costa herculina se había convertido en un triste lodazal ante la fuga inesperada del mar, pero creo que jamás logré persuadirlo de que su amada ciudad había dejado de ser la gran capital del Reyno que siempre había sido, y que para él siempre seguiría siendo. Como nieto que soy del sur y del norte gallegos tuve siempre la familia repartida entre ambos extremos geográficos, y quizá será por eso que las batallitas Vigo-Coruña siempre me parecieron propias de forofos del fútbol, o de esos que han leído demasiadas biografías de Napoleón. Un negro está a punto de sentarse en la Casa Blanca, la gente viaja de acá para allá, estudia en Santiago o en Coruña o en Vigo o en París o en Estados Unidos, miles de gallegos andan por el mundo trabajando y destacando en tantas disciplinas y, en cambio, aquí, en el País-Matriz, seguimos dando pábulo a polémicas de tinta antigua, ajenas a la calle, a la realidad y a la modernidad. Se me ocurre, para conjurar tanto absurdo, una frase: "Gallegos de Galicia: ¡ uníos!". No está mal. Pena de no habérseme ocurrido cuando hablaba con mi abuelo. Estoy convencido de que a él, más coruñés que María Pita, no le hubiera molestado en absoluto.