En España y en el resto del mundo, incluido Estados Unidos, se han vivido las elecciones americanas bajo el efecto de dos sentimientos complementarios: las ganas de perder de vista a Bush y la ilusionada bienvenida a Obama (Honolulu, 1961), joven, negro y dispuesto a blanquear la maltrecha imagen de su país después de ocho años para olvidar.

Los dos impulsos han sido tan intensos que se han batido todas las marcas de implicación en la campaña. La más costosa, la más intensa, la más movilizadora, la de mayor repercusión internacional. Y, en consecuencia, la de mayor participación en las urnas del 4 de noviembre. En esta ocasión sí acudieron a las urnas los jóvenes, los negros y los hispanos, que hasta ahora eran franjas tradicionalmente abstencionistas.

En cuanto al resultado electoral, el negro dio en el blanco. Una verdadera barrida del candidato demócrata, cuya rápida progresión en los Estados con mayor número de compromisarios ofreció un pronto desenlace. Sobre todo, si lo comparamos con lo ocurrido en anteriores elecciones presidenciales. No hubo sorpresas respecto a las quinielas previas. Y para quienes seguimos el recuento en tiempo real, el trasnoche incluso se nos hizo corto, pues el pescado estaba vendido antes de lo previsto para llegar a los 270 votos electorales que Obama necesitaba para convertirse en el nuevo presidente de la nación más poderosa del mundo, el primero de raza negra y estirpe africana en la historia de los EE. UU.

En clave española, la barrida de Obama es todavía más escandalosa. Quiero decir que si se pudiera cuantificar la simpatía de nuestra opinión pública hacia este candidato, aún habría una considerable diferencia de voto favorable respecto al depositado en las urnas americanas. Los españoles (flamenco, sol y toros, tal y como allí nos ven, según un reciente estudio del Real Instituto Elcano) hemos apostado masivamente por Obama, por encima de la frontera convencional derecha-izquierda. El mismísimo coordinador de Relaciones Internacionales del PP, Jorge Moragas, había mostrado en vísperas de las elecciones norteamericanas sus preferencias personales por el candidato del Partido Demócrata.

Por lo tanto, llovió a gusto de todos. De casi todos, por ser precisos y no olvidar una franja poco significativa de votantes del PP favorables a la causa electoral de MacCain. La cosa tiene su derivada: Bush desaparece como soporte argumental de la reyerta política. Unos ya no podrán invocarlo como referente de lo mal visto que está Zapatero en la Casa Blanca. Y otros ya no podrán utilizarlo para hacerle responsable de todas nuestras desgracias. En este sentido, mala noticia para "fachas" y "progres trasnochados"