La primera vez que vi a Jesús Aguirre fue en mi adolescencia, años cincuenta, en el Ateneo de La Laguna, en Tenerife, vestido de cura. Tenía mérito que con sotana diera por falsas las apariciones de Fátima en una deslumbrante conferencia, pero su heterodoxia no tenía nada que ver, todo lo contrario, con la de los curas obreros. Aguirre por aquellas fechas atraía en una iglesia de la calle de Serrano de Madrid a ilustradas damas, afines a la Institución Libre de Enseñanza, que no dejaban de ser señoras de derechas, aunque antifranquistas, y que acudían a las misas del elegante sacerdote que abandonaba en la sacristía su abrigo de pieles, según me contaban, para revestirse. Años más tarde, algunos amigos que por entonces iban a la Universidad Complutense, y que hacían compatible el comunismo con la comunión, fascinados por su sapiencia pasada por la escuela de Frankfurt, lo tuvieron por confesor intransigente, pero acabaron con el tiempo con la comunión y con Aguirre. En esos mismos años, ya el cura díscolo había conectado con escritores e intelectuales, cuyas santas uniones matrimoniales bendijo. Fue muy celebrado entre esos círculos su libro Sermones en España, que dedicó al estudiante Ruano, una famosa víctima de la policía de la dictadura con quien hizo verdadera amistad, y que es un texto lleno de inteligencia y finura. Cuando llegó a las academias, más por duque de Alba que por intelectual -hasta entonces no faltaba en la RAE al menos un obispo, un militar y un aristócrata- se le acusó de tener poca obra; sin embargo era innegable la excelencia de la poca que tenía y creo que bastaba para sentarse en un escaño de aquellos en los que algunos con obra excesiva tenían menos méritos que él. Pero llegar a duque de tan gran casa fue el remate de la historia de una ambición que a lo mejor en principio era también la historia de una burla. No quiso ser un cura simple, por más que llamativo, con lo cual se retiró a tiempo de su batalla por llegar a ser un impostor vestido de púrpura. Aunque llegó a ser director general de música con UCD, e hizo de la política un trampolín de relaciones, no le merecían mucho respeto los políticos. Escribió unas memorias de ese tiempo, y carecieron de interés, porque el verdadero interés de sus memorias no se hallaba en su tiempo de gestión musical sino en la música de su vida anterior e interior, con secretos celosamente guardados. Era mordaz, cínico, irónico, culto y lúcido. Si cautivó a la duquesa supongo que sería porque ella no era refractaria a esas condiciones, pero ser así se paga. Unos atribuyen a los Alba la culpa de la depresión de los últimos años de Aguirre y, sin embargo, es más fácil pensar que fuera víctima del propio personaje que nunca encontró a su verdadero autor. Si lo recuerdo ahora, y con cariño, es porque su nombre ha vuelto a ser oído, no por su brillantez, sino por hipotéticos líos amorosos de la anciana duquesa, difundidos en un programa de la televisión más cochambrosa. Quizá Jesús Aguirre empezó a morir cuando empezó a tomarse en serio o cuando se cansó de reír. Tal vez llegara a aburrirse de ser Duque de Alba y Cayetana le impidió que nos lo contara a sus amigos.