Acabada la tregua de las rebajas, los precios han vuelto a encabritarse en Galicia con una subida mensual del 1 por ciento que eleva hasta un 4,6 la temperatura del IPC durante los últimos doce meses. Tamaña fiebre inflacionista no se recordaba desde hace más de una década; y lo peor del caso es que las predicciones de los economistas y la vieja Ley de Murphy sugieren que la situación, aun siendo mala, podría empeorar.

De hecho, buena parte de la población tiende a percibir en su bolsillo que las subidas son mayores de lo que dice el Gobierno; pero tampoco hay razón para tomarse las cosas por la tremenda.

Si vemos el asunto con ojos positivos -como debe ser-, la subida de los precios en Galicia y en España en general es menos que una minucia comparada con el 100.000 por ciento que el pasado año aumentaron en Zimbabue. Tan desbocada anda la inflación en ese desventurado país de África que el coste de la vida sube allí a cada hora e incluso por minutos. Si, un suponer, alguien aborda un taxi, probablemente deberá pagar una tarifa superior a la de salida cuando llegue a su destino, por corta que sea la carrera.

Otros países sufrieron fenómenos semejantes. Allá por los años ochenta del pasado siglo -anteayer, como quien dice- la inflación azotó con especial intensidad a Latinoamérica, donde no eran inusuales cifras del 3.710% en México y del 2.776% en Perú. Sobra decir que los comerciantes se veían obligados a cambiar hasta dos y tres veces al día el etiquetaje de precios de sus productos para mantener actualizados los escaparates.

Incluso en España, país de mala memoria, la inflación llegó a alcanzar hace sólo treinta años cifras del 20% que aún se mantenían en el 10 cuando el país ingresó en lo que hoy es la Unión Europea allá por el año 1986.

Cierto es que la España de hoy poco tiene que ver con la de hace dos décadas; y tampoco Zimbabue parece un modelo apropiado de referencia para evaluar la situación económica de este país.

Aun así no deja de resultar inquietante la galopada que algunos productos de los considerados básicos han dado en los últimos meses.

Sólo a los misterios de la economía -ciencia enigmática y llena de arcanos- cabe atribuir, por ejemplo, la espectacular subida de un treinta por ciento que la leche ha experimentado durante el último año. Un dato particularmente incomprensible si se tiene en cuenta que los ganaderos cobran cada día menos por el zumo de sus vacas, animales que por otra parte no escasean precisamente en Galicia. Con cerca de un millón de reses disponibles y el precio a la baja en origen, sólo los más versados economistas podrán explicar las razones del extraordinario incremento del precio de la leche. Aunque las vacas gallegas no sean unas vacas cualesquiera, el fenómeno resiste cualquier interpretación de los profanos.

Otro tanto ocurre con el bíblico pan nuestro de cada día, que en los últimos doce meses ha subido casi un 15 por ciento, con grave desdoro para un alimento que forma parte de la dieta de la misa. El caso tiene tintes lo bastante sacrílegos como para hacer jurar en arameo a los consumidores perjudicados por la subida.

Desgraciadamente, la inflación no distingue entre lo sagrado y lo profano, de tal manera que también los artículos vinculados al vicio como el vino, los licores y el tabaco han pasado a costar un 6 por ciento más. No es lo mismo que el pan y la leche, desde luego; pero incluso los viciosos tienen su corazoncito y acaso muchos de ellos consideren igualmente de primera necesidad esos productos.

Poco puede hacer, por desdicha, el Gobierno frente a esta sublevación general de los precios que afecta imparcialmente al pan, al vino, a la leche y al tabaco como paradójica consecuencia de la caída del valor de los pisos. Habrá que aguantar el tirón y consolarse pensando que peor están en Zimbabue.

anxel@arrakis.es