Hungría celebra hoy unas elecciones legislativas que, salvo sorpresa mayúscula, concentrarán aún más el poder que ya tienen en sus manos el primer ministro, Viktor Orbán, y su partido Fidesz. Prueba de que el abrumador triunfo que los sondeos vaticinan al centro-derecha está escrito es la indiferencia con que los húngaros han seguido la campaña. La última encuesta da al Fidesz entre el 40% y el 45% de los votos, casi el doble de los que pronostica que obtendrá el centro-izquierda -entre un 26% y un 31%-, mientras que la ultraderecha, representada por el partido Jobbik, sería la tercera fuerza en el Parlamento, con entre un 19% y un 23% de los sufragios.

Hace cuatro años, el Fidesz se hizo con el 52,7% de los votos; el centro-izquierda, con el 19,3%, y el Jobbik, con el 16,6%. Los socialistas pagaron el precio de sus políticas de austeridad de los años 2008 y 2009, que incluyeron, entre otros, recortes en pensiones y salarios y gasto público, y aunque la subida que les otorgan los sondeos es notable -siete puntos en el peor de los casos-, quedarán muy lejos de obstaculizar el poder absoluto hacia el que se encamina el Fidesz.

Y es que Orbán ha dado con la receta de un populismo que combina medidas de izquierdas -impuestos a la banca y a las transacciones financieras- con bajadas del 20% en dos recibos clave: el del gas y el de la electricidad. El Gobierno llama a eso una política económica "heterodoxa". Y no le falta razón, porque heterodoxo, cuando no directamente bronco, es también el estilo de Orbán, un astuto licenciado en Derecho que en mayo cumplirá 51 años, casado y padre de cinco hijos, que cree que el Viejo Continente necesita "una renovación cristiana".

Entre otras reformas de calado, acometidas gracias a su mayoría de dos tercios en el Parlamento, Orbán ha podido permitirse aprobar una nueva ley electoral que modifica a su favor la composición de las circunscripciones, permite que por primera vez voten los magiares que viven fuera de Hungría y deja en una única vuelta una convocatoria a las urnas que siempre había constado de dos.

Pero, sobre todo, el Gobierno del Fidesz ha sido el impulsor y único valedor de una reforma constitucional marcadamente nacionalista y con la palabra "Dios" demasiado presente; al menos, a juicio de la oposición, que la rechazó de plano y en bloque por su decidido carácter "de cruzada" en pro de la "recristianización" de Hungría.

El articulado de la Carta Magna le costó a Orbán una dura polémica con la Comisión Europea. Pero el enfado del Ejecutivo comunitario y la entrega del primer ministro en brazos de un populismo si no euroescéptico, sí "eurocrítico", llegaron con la aprobación de la "ley mordaza", que Bruselas advirtió de que violaba la libertad de prensa. Orbán cedió en parte a las acerbas críticas de la UE y corrigió algunos puntos de la norma. Sin embargo, se negó a hacer lo mismo con otra controvertida ley, que redujo las competencias del Tribunal Constitucional y del estamento judicial considerado en su conjunto.

Bruselas protestó y polemizó con el primer ministro húngaro, pero tampoco fue más allá, porque Orbán sentenció que la reforma judicial era una cuestión interna, y en los tiempos que corren la Comisión Europea no puede permitirse el lujo de cargar en exceso contra un líder que, como el magiar, ha logrado mantener el déficit público por debajo del 3% del PIB.