Raras veces hago vida social en grupo y menos aún si en el grupo hay arquitectos, pintores, periodistas o escritores. Huyo de los primeros porque siempre quieren dar la impresión de haber diseñado a su gusto el Cielo; de los segundos, porque son muy dados a confundir la jaqueca con la profundidad de pensamiento; de los periodistas huyo porque cada vez que se juntan unos cuantos, acaban proponiendo una cuota o un asilo; y si huyo de los escritores, muchacho, es porque la vanidad me produce nauseas, y porque, a mayores, me sientan mal la masturbación y la bufanda. A veces es inevitable acudir a ciertos actos públicos, y si claudico, lo hago sin esconder en absoluto la contrariedad y el asco que me produce practicar el sexo oral con un canapé en la boca. He de reconocer que en los quince últimos años sólo asistí con verdadero interés al homenaje póstumo al intenso Luis Mariño y a la inauguración de una barra americana. Estuve también presenta en la inauguración de la calle "Irmáns Rey Alvite", dedicada en Compostela a mi padre y a mi tío, pero llovía tanto que pensé que habría sido más interesante que las autoridades municipales les hubiesen dedicado un autobús o un portal.

Evito sistemáticamente las exposiciones de pintura, las presentaciones de libros y todas esas conferencias a las que mucha gente asiste sólo para mirarle el culo y las piernas a la chica que pone el agua en la mesa del conferenciante, que suele ser uno de esos tipos que te hablan de la catedral de Santiago y te dejan tan exhausto como si le hubieses ayudado a construirla. Recuerdo las ruedas de prensa que daba en la sede compostelana del PCE don Santiago Álvarez. Despertaban siempre un extraordinario interés y los periodistas apenas cabíamos en la sala. Don Santiago, que era muy listo, sabía que el "quórum" no era por él, ni por el partido, sino porque tenía una hermosa secretaría que se llamaba Lucía. Si fuesen sinceros, muchos de mis colegas reconocerían haber tenido en la sede del Partido Comunista algunas de sus mejores erecciones.

Hay excepciones. Confieso mi devoción por el pintor Lino Silva, un tipo bohemio, valioso y desprendido que tiene en mi admiración personal el prestigio que le corresponde a alguien que se mantiene vivo sobre la moto seguramente porque no tiene claro dónde tirar la carcasa de su cadáver sin que le multen. También me gusta Xaime Quesada en ese punto de inflexión en el que las copas le frenan un poco la disentería de su maldita vanidad y resplandece entonces la personalidad de un tipo que no necesita vestirse en enero de Thomas Wolfe para que la gente que no comparte sus ideas, admire al menos sus sombreros. Cada vez que me encuentro con el escultor Acisclo Manzano, le reiteró mi convencimiento de que Xaime Quesada no necesita tomarse las copas vestido de pintor del mismo modo que tampoco el tenista Roger Federer almuerza en los restaurantes con la raqueta sobre la mesa.

Reconozco que muchos escritores vivos serían admirables si hubiesen empleado a tiempo la goma de borrar. Hay excepciones, claro, aunque mis escritores favoritos vivos llevan algún tiempo un poco muertos. Por ejemplo, Carlos Casares, el único tipo diurno del que me consta que era capaz de generar talento con una sobredosis de té con limón y presentar luego el brillante resultado en un acto en el que siempre aparecía remiso y humilde como si fuesen a cobrarle la entrada. De haber sido noctámbulo, Casares se llamaría Roberto Vidal Bolaño, aquel dramaturgo hondo, disipado e inmenso cuyo rostro a las cinco de la madrugada mismo parecía retocado por el carpintero que maquillaba a Bogart. Compartimos muchas madrugadas en la barra alta de "Araguaney" y en aquel "Maycar" equívoco e irrespirable como "Cayo Largo". Donde estuviese Roberto, su frase era siempre la más brillante. Y cuando callaba, muchacho, juraría que lo mas interesante de la conversación era la tos de Vidal Bolaño. Hablábamos mucho y tosíamos otro tanto. Y entre cigarrillo y cigarrillo, maldita sea, aprovechábamos para fumar...