A Araceli Comesaña no le gusta maquillarse. Pero durante una larga época de su vida lo hizo con demasiada frecuencia. "Era para taparme las marcas de los golpes; me daba vergüenza que la gente los notase", confiesa. Y es que esta joven viguesa de 31 años sabe lo que es vivir bajo la amenazante sombra de la violencia doméstica. Recuerda que recibió "la primera tunda" cuando estaba embarazada de su hijo mayor, y cómo a partir de entonces los golpes y las humillaciones fueron una constante. Hasta que un día, en el verano de 2004, se dijo "hasta aquí". Desde entonces vive con una orden de alejamiento, y admite, con ojos tristes y resignados, que será así toda su vida. Como ella, Estrella, otra viguesa de 45 años, sufre la lacra de los malos tratos. Ambas relatan a FARO cómo fue su existencia antes y después de decidirse a denunciar.

La joven Araceli quiere salir adelante. Tiene dos hijos de siete y dos años y trata de rehacer su vida. Fue en 1994 cuando empezó la relación con el que después se convertiría en su maltratador, con el que llegó a casarse. "Éramos vecinos, estuvimos juntos en el colegio, después en la pandilla... Si alguien me dice entonces que podía pegarle a una mujer, yo sería la primera en defenderlo", asegura.

Pero cuando estaba embarazada de su primer hijo, vino la primera agresión. A partir de ahí, relata, se sucedían sin motivo alguno. "Se acostumbró a pegarme. Y yo me sometí a él y lo que decía iba a misa", explica.

Pasaron los años, y un día, cuando su hijo pequeño apenas tenía un mes, llegó la gota que colmó el vaso. "Aguanté hasta el 27 de junio de 2004. Era domingo, hacía muchísimo sol y le pregunté: ¿vas a llevar a los niños a algún lado? No sé lo que se le pudo pasar por la cabeza, pero de repente me destrozó el coche", rememora. Ese día lo tuvo clarísimo: "Temí por mi vida y me fui".

Ella se escapó con los niños para la casa de sus padres y empezó una nueva etapa. Pero las amenazas y las agresiones la perseguían. "Me apareció en el parking de los juzgados, en el punto de encuentro adonde llevo a los niños cuando les toca estar con él. Con el tiempo tienes que ir perdiendo el miedo, porque si no te vuelves loca", se anima.

Con la separación empezó un periplo por la comisaría y por los juzgados. Las denuncias, los juicios y la renovación de las órdenes de alejamiento han formado parte de los últimos años de su vida. Y no cesan: "Yo me muero con orden de alejamiento, lo tengo claro; pero ya he dejado de denunciar, porque parece que me tengo que justificar siempre. Y es que lo que yo llevo vivido, si no lo ves no lo crees", manifiesta.

Burocracia

Afirma que no se siente protegida ni por la Policía ni por los juzgados. "Es todo demasiado burocrático; llega un momento en que te cansas de ir de un lado a otro. Tengo una orden de alejamiento, pero él la quebranta cuando quiere", precisa. También Estrella, otra viguesa que como Araceli pertenece a la Asociación de Mujeres contra los Malos Tratos, considera que la justicia es demasiado lenta. Pero llama a todas las víctimas a denunciar: "Aunque muchas veces me pregunto de qué me ha servido, siempre es lo mejor".

Ella quiere salir de la pesadilla en la que vive. Con 45 años y dos hijos -el mayor de una relación anterior-, no puede evitar las lágrimas cuando recuerda los últimos años de su vida. "Fíjate hasta qué extremo llegué que le pedía que me pegara donde no se viese. Me hacía sentir culpable", confiesa. Hoy, ya separada, aún se considera maltratada psicológicamente: "Esto no es vida".