¿A cuantas mujeres fatales recuerdas haber conocido? Si tienes que pensar la respuesta más de tres segundos, es que no has conocido a ninguna, y si reaccionaste en menos de ese tiempo, puede que estés equivocado y que consideres fatal a una mujer que te pareció fatal pero que en el fondo no lo era, porque si hubiese sido como piensas que era, a estas alturas probablemente estarías arruinado, en la cárcel, o ambas cosas a la vez. Nadie puede olvidar a una mujer fatal, porque así como las mujeres normales dejan alguna huella imborrable, las mujeres fatales por lo general dejan secuelas difíciles de superar: un desfalco en el banco, una familia destrozada, o, sencillamente, la implicación en un crimen al que te viste abocado porque su perfume, sus ojos y su ropa te hicieron perder el control. ¿Y que habrías conseguido a cambio? Poca cosa: un par de revolcones, la pasajera envidia de algunos amigos y un puñado de fotos en las que no pareces tú, porque, como te habría advertido ella con hiriente franqueza, "no te preocupes por tu aspecto, cielo, porque mientras estés a mi lado, nadie se fijará en ti". Por suerte o por desgracia, jamás hubo una mujer verdaderamente fatal en nuestras vidas. De otro modo, no habríamos olvidado su aspecto, su manera de fumar, ni sus frases. ¡Ah, las frases de la mujer perversa! Estaba realmente camino de ser una mujer fatal la fulana que una madrugada me aclaró sin vacilaciones los términos de nuestra relación: "No te llames a engaño, cielo: Una mujer como yo podría acabar al otro lado de las rejas, pero jamás detrás de un delantal". A la mujer perversa no le atrae el hogar tradicional porque, como me dijo aquella fulana, ¿que clase de emoción puede tener una de esas vidas corrientes en las que se cuela hasta el plato del almuerzo el olor de la cera del piso? Y detrás de aquella pregunta vino otra que no suele faltar en el intrigante desafío de la mujer fatal: "¿Qué estarías dispuesto a hacer por mi?". La verdad es que nunca supe qué contestar a semejante pregunta. Temía defraudarla con una respuesta que no cumpliese sus expectativas, o que, precisamente por cumplirlas, desbordase los límites de mi conciencia y la capacidad de mi bolsillo. Estábamos a la misma hora en el mismo sitio, cierto, pero pertenecíamos a mundos distintos. Yo conocía aquel ambiente por el hecho de frecuentarlo, pero ella era justamente el ambiente. También teníamos sueños distintos y ambiciones desiguales. Jamás podría regalarle una de las joyas a las que aspiraba sin haber atracado antes la joyería. En los días que pasé a su lado, pensé que sería un error ponerme a su altura y que el sueño de conseguirla no me compensaría en absoluto de la pesadilla de poseerla. Muchas noches pensé sobre ello mientras ella le daba vueltas en su cabeza a la misma idea. Pero incluso era distinta nuestra manera de ver el asunto, porque mientras que yo pensaba, me pareció que ella, sencillamente, maquinaba. "¿Tienes miedo a comprometerte con una mujer que te cause más insomnio que tu maldito pijama?", me preguntó una noche en su garito. Reconozco que estuve lento de reflejos y que dudé si conservar mi aburrida integridad de entonces o dejarme arrastrar al caos por una mujer como ella, que entre el bien y el mal solo distinguía el precio. ¿Y si me dejase ir? La desidia es algo que no necesita el menor esfuerzo, algo parecido a sudar de frío. Podría probar suerte y retroceder luego en caso de error o de fracaso. Además, como decía ella, "cuando te acostumbras a la mala vida, amigo mío, la conciencia es un capricho que difícilmente te quita el sueño". No había tenido tiempo de profundizar en ella y desconocía sus planes, pero tampoco eso tendría que ser un obstáculo insalvable. Hay ocasiones en las que lo que vale es la primera impresión, igual que de muchas novelas nos queda apenas grabado el recuerdo de la portada y de algunas carreteras, la engañosa superficialidad de los baches. Era bella y perversa y eso tendría que ser suficiente para haberme equivocado a gusto, o para haberme rendido sin condicione previas a la banalidad del puro glamour, como se rinde uno ante el slogan de la publicidad sin conocer siquiera las propiedades más elementales del producto. "¿Harías cualquier locura por mí? Dime, encanto, ¿darías lo que fuese por fumar eternamente en mi boca?". Me sentí aturdido y no supe reaccionar. Por primera vez en mi vida me enfrentaba a una mujer que era como si se hubiese pintado los labios con la pluma de Raymond Chandler, una de esas perversas mujeres de mundo que dejan el porvenir para después de la muerte, y la sed, para después de haber bebido. Entonces me llevé la mano al bolsillo y calculé el dinero que llevaba encima. Y se me adelantó ella: "No te preocupes; tus copas corren de mi cuenta"... Y yo me agarré a su amable detalle y mordí el cebo como si el cebo estuviese ensartado en un anzuelo de azúcar. Y lo hice, maldita sea, sin saber que, en medio de aquel incipiente naufragio, me estaba agarrando al agua...