En la tierra de Fernando Alonso se le debería estar preparando un gran recibimiento, una vez se proclame campeón del mundo. Un paseo en coche descubierto, jaleado por miles de banderas de Asturias, entre nubes de confetis y serpentinas, y envuelto en un clamor de gaitas y tambores, sería el rito obligado. Estas ceremonias no tienen por qué ser innovadoras, vienen a ser iguales desde el regreso a Roma del guerrero victorioso, y hay que hacerlas tal cual han sido siempre. Fernando Alonso merece regresar a su tierra con la aureola del héroe. Se la ha ganado por arrojo y técnica, desde luego, pero también por aplomo, astucia, templanza, gusto por el juego limpio y sabiduría. En su dominio, Alonso tiene los dones del sabio y el maestro. Representa una imagen imitable de la juventud, y tanto él como los que nunca han dejado de arroparle merecen ese día de gloria.