Es difícil vivir en Vigo y no haber visto alguna vez al Gringo, con su visera o su sombrero de cowboy, chaqueta oscura, y el pecho cubierto de cadenas siempre abierto al viento. Durante años compartió oficio en el centro Vigo con un hombre de cabellos largos y mirada triste, a quien las hermanas de los ancianos desamparados lograron dar cobijo, asear, y curar una terrible herida que tenía en una pierna. El otro vagabundo del centro solía pasar las horas mirando la vida desde el Banco Central. Era un personaje singular que compraba lotería en la administración de Colón y pasteles de chantillí en la confitería que mis padres tenían frente al cine Fraga. Los pedía con un perfecto acento francés.

Pero el Gringo era diferente, no era un mendigo ni un indigente taciturno, le regalaba a la gente pensamientos y poemas y, si era necesario, también su fuerte carácter. Durante años vivió detrás del Hotel Ensenada al borde de la autopista en su desembocadura en Alfonso XIII, y esa era la dirección que ponía en las quinielas para que lo pudieran localizar en caso de haber suerte. Mi familia regentaba entonces la confitería Pereiro, frente al muro de la estación. Se dejaba caer por allí casi a diario; mi madre le regalaba un pastel de bizcocho almibarado, el favorito del Gringo, y él "pagaba" con un poema escrito en un papel que dejaba sobre el mostrador. Siempre firmaba con su apodo. Al Gringo le gustaba escribir y le gustaba cantar, lo sabían las empleadas de la tienda de Mango en Urzáiz, que le ponían canciones de Miguel Bosé nada más verlo llegar. Él bailaba y cantaba en la espaciosa entrada de la tienda, después se marchaba tras unas frases de despedida con su voz ronca de tabaco negro.

Hace unos días, FARO informó de su muerte. Era la segunda vez que Carlos Montoto, el Gringo, aparecía en las páginas de este periódico. Le habían hecho una entrevista hace años que él guardaba con orgullo. Uno de sus ángeles de la guarda, una pintora que vive en la zona, vio el recorte de Faro años más tarde junto a él cuando fue a visitarlo preocupada porque hacía días que no aparecía por el barrio. La foto de aquella entrevista sirvió de inspiración para un retrato al óleo. El Gringo estaba enfermo, tuvieron que ingresarlo por una dolencia de estómago, la misma que lo llevo al Nicolás Peña cuando mi madre y yo lo fuimos a visitar. Estaba sentado en un banco del jardín del hospital y se mostraba retraído porque le habían cortado la barba y obligado a quitarse el sombrero. Nos pidió un cartón de Ducados, unas zapatillas y que cuidáramos a Manolo, un perro de pelo tostado como la tez de su dueño que aullaba su ausencia en Alfonso XIII. Fue tal vez el chucho al que más mimó.

Una persona de Tuy compró el retrato del Gringo en una exposición años más tarde. La suya era una figura con gancho. Tenía el atractivo y el misterio que rodea a los que son capaces de vivir sin equipaje. Un matrimonio de la calle Irmandiños lo ayudaba, le llevaban sopa caliente y le gestionaron la renta de inclusión social y poder vivir bajo techo, pero el Gringo no se adaptó y volvió a la calle, esta vez bajo el puente de la autopista, el lugar donde apareció muerto el lunes día 4. Serafín, el dueño de la carnicería de la calle Cervantes que tantas veces le ayudó a alimentar a sus perros, me contó que últimamente el Gringo casi no comía, que sobrevivía a base de café con leche. Entonces recordé la receta de arroz con gaviota que se empeñó en darme un día, decía que era su especialidad; eran otros tiempos para él. Serafín también me dijo que siempre que le pidió un poco de dinero, el Gringo se lo devolvió puntualmente. Era un tipo que tenía su código de dignidad, y eso es lo que merece como despedida. En el tanatorio me dieron las señas de Ángeles de Ándrés, que había llamado porque quería hacerle un funeral. Conoció al Gringo cuando de jovencita pasaba por García Barbón, camino del trabajo, y él le adornaba la mañana con un poema. Mañana lo enterraremos en Pereiró, el ayuntamiento tiene una partida para estos casos.

El lunes habrá un funeral en Santiago de Vigo, será a las 7 de tarde. Era un vecino de Vigo. Esta semana repasé con mi madre los poemas que conserva del Gringo, alguno escrito en el reverso de una estampa dedicada a la Virgen de Fátima, de quien al parecer era devoto. También sentía devoción por su madre, le dedicaba frases llenas de dolor y ternura. Otros poemas hablan de sus anhelos. Me detuve en dos lineas escritas en un papel arrancado a una libreta: Largarme lejos, marcharme al infinito. Ser viento en el cielo y fundirme con el destino. Zafarme de las palabras sin sentido, ser yo suave, y tranquilo.

Descansa en paz Gringo.