En 1836, el anatomista francés Etienne Geoffroy Saint-Hilare inventaba una palabra que caería en el olvido durante 120 años. Por desgracia, esa palabra resucitó en los sesenta: focomelia. Este vocablo con el que se designa una deformidad que provoca la ausencia de elementos óseos o musculares en los miembros inferiores o superiores del cuerpo, provocando que en algunos casos queden reducidos a un muñón o a una prominencia, o que los dedos se manifiesten directamente a partir del tronco, se puso de moda en los sesenta, junto a otro término: teratógento, que alude a un agente que produce malformaciones en el feto.

Esas dos palabras se confabularon contra José Benito Calvo ya desde antes de respirar la primera bocanada de aire. La culpa fue de la talidomida. Por desgracia, nació demasiado pronto para España. Cuando vino al mundo en Noia en 1962, hacía un año que el fármaco se había prohibido en casi toda Europa, una medida que la administración franquista no adoptó hasta el año siguiente. Aunque también es cierto que durante años, como él recuerda, se pudo conseguir en el mercado negro, al igual que ocurre todavía ahora.

La talidomida conjuró a las dos palabras malditas y le condenó a una pierna 28 centímetros más corta que la otra, sin rótula en la rodilla y con tres dedos, y a una mano con un dedo de menos. Ahora, por fuera, no se nota, porque a los 20 años, José tomó una decisión radical, la "mejor", dice: amputarse el pie y ponerse una prótesis. "Fue todo muy duro", explica, aunque su sentido del humor, además de, como dice él, vivir en un pueblo, se lo hicieron todo más fácil.

Sin compensación posible

José Benito, uno de los 24 elegidos –el único gallego hasta el momento– por el Estado para reconocerle el derecho a una indemnización como víctima de la talidomida, opina que el dinero del Gobierno "ni llega a tiempo ni es nada". Es más, a su juicio, el reconocimiento de la Administración española a él y a otros 23 afectados es sólo para hacerles "callar" tras mucho tiempo sufriendo una "injusticia muy grande" que no compensa un dinero que, de todos modos, aún no ha recibido y cuya cuantía desconoce.

Esa sensación de injusticia le sirvió a José Benito para luchar. De hecho, fue uno de los que animaron a la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España (Avite) a olvidarse de promesas aplazadas y siempre incumplidas del Estado para salir a la calle a manifestarse. Había que dejarse ver. "Se estuvieron riendo de nosotros, pasando de nosotros. Éramos una mancha que había ahí, aunque nosotros siempre luchamos para salir en la televisión y que la gente supiera", lamenta.

En ese sentido, recuerda agradecido cómo la primera persona en recoger su denuncia en televisión fue Julia Otero. "El resto de las televisiones parece que tienen acciones en los laboratorios", critica. Por eso está dispuesto a dar la cara, porque la lucha sigue y desea que se extienda el reconocimiento que él recibió a los que sufrieron como él, como por ejemplo los otros tres gallegos que también formaron parte de Avite.

José Benito está casado y tiene dos hijos. Él es pensionista y su esposa regenta un bar, el "Mesón Capilla", en Carreiro, al lado de Ribeira. Antes se encargaba él, pero "con los años la rodilla se fastidió del todo". Logró hacer una vida normal a pesar de que reconoce que "en los tiempos de antes, la gente que nacía así eran bichos raros". "Aún me acuerdo que siendo niño la gente te miraba, todo Dios te miraba, chicos y mayores", añade.

El silencio del régimen

"Pasé mi infancia en sanatorios", rememora. Cuando mira hacia atrás, recuerda que de los 10 a los 20 años fue de médico en médico, con sus padres, a A Coruña –Oza– y a Santiago. "Me acuerdo de ir todas las semanas a Santiago con mi madre en el Castromil y que nos encontramos con una conocida de esas que decían: "Era mellor que Dios cho levara".

Ya de pequeño, José sabía que por alguna razón su vida estaba unida a la talidomida: "Mis padres siempre me dijeron que la culpa era de un medicamento que mi madre había tomado durante el embarazo y en algunos informes médicos que tengo de los 14 o los 15 años ya figuran "posibles efectos de la talidomida". "El problema del delito es que prescribió", comenta. No hay que olvidar que el régimen de Franco aún tenía cuerda para dos décadas más. "Entonces nadie denunció. ¿Quién iba a denunciar en tiempos de Franco? Antes te pegaban un tiro y, si no te pegaban dos, era para ahorrar munición", ironiza.

Siempre positivo, José enfatiza el lado bueno: "Había gente que ni siquiera podía moverse sin ayuda, así que yo, dentro de lo que cabe, puedo sentirme afortunado". A ello, insiste, ayudó su forma de ser. "Yo soy muy echado para delante, muy descarado, nunca me escondí, y eso siempre influye", explica.

Así, cuenta con alegría cómo iba a bañarse con los demás muchachos del pueblo al río o a la playa y no vacilaba en ponerse en bañador. "Algunos te miraban, pero bueno... Mis compañeros ya estaban acostumbrados y yo era uno más. Ellos nunca se fijaban", comenta. En ese sentido, está convencido de que vivir en una aldea ha "influido" para bien. "Conoces a todo el mundo y si sabes que un vecino ha nacido con un problema, siempre se le ayuda. No es lo mismo en la ciudad, que cada uno tira más por sí mismo", explica.

El buen ánimo de este coruñés hizo que ni siquiera la bicicleta ni los partidos de fútbol le arredrasen. Ni las chicas tampoco, añade con una sonrisa. "Me iba de fiesta, como todos los jóvenes, y bailaba en ellas y allí les pedía de bailar a las chicas, a las guapas también", bromea. "No me cortaba nada y eso ayuda", insiste.