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La gloria y el silencio de Arpad Weisz

El entrenador húngaro se convirtió en una celebridad en la Italia de los años treinta antes de verse obligado a escapar del país por las leyes raciales de Mussolini

Arpad Weisz, durante la época en la que entrenaba al Bolonia.

Para Arpad Weisz, un futbolista húngaro que se había instalado en Italia en los años veinte, verse lejos de los terrenos de juego por culpa de una grave lesión constituyó un drama. Fue su mujer Elena la que le sacó de la depresión en la que había caído. Ella le animó a que no renunciara a dedicar su vida al deporte y le convenció de que había muchas otras maneras de disfrutarlo: "Si tanto te gusta el fútbol, enséñalo". Y Weisz se hizo entrenador. Estuvo un tiempo en Uruguay aprendiendo de los que habían llevado a aquel país a ganar los Juegos Olímpicos (lo más parecido que había entonces a un Mundial). Procesaba la información que le llegaba de todas partes, estaba al tanto de lo que hacían los ingleses, de las novedades tácticas que se iban introduciendo y también en la forma de gestionar un vestuario. En un tiempo en el que el entrenador era una figura que mantenía a cierta distancia con sus jugadores Weisz cambió esa forma de ver las cosas. Fue de los primeros en vestirse de corto para participar activamente en las sesiones de entrenamiento, evolucionó la preparación física, las sesiones individuales de técnica y se preocupó por generar un buen ambiente en su vestuario convencido de que esos detalles condicionaban de forma decisiva la marcha de los equipos.

El primer equipo que agradeció la presencia del estudioso húngaro a su lado fue el Inter de Milán, equipo que en 1926 le dio la primera oportunidad cuando solo tenía 30 años, una especie de gesto para quien había caído lesionado con su camiseta y con la que solo había podido jugar once partidos. Hizo mucho por el equipo lombardo, entre otras cosas descubrir a un chico de diecisiete años que se llamaba Giuseppe Meazza. Era delgado como un junco, frágil de apariencia, recatado de conducta. Todo el mundo le decía a Weisz que era bueno, pero demasiado ligero para un juego en el que el choque y la corpulencia eran factores importantes: "Los músculos ya vendrán, lo que no aparece tan fácil es la habilidad" dijo el entrenador de él. Y se obsesionó por hacer explotar aquel diamante. Le aburrió con sesiones individuales, le dedicó todo el tiempo del mundo hasta que Meazza estaba en condiciones de liderar al Inter. Ya convertido en el Ambrosiana -Mussolini obligó a que el equipo cambiase de denominación porque su nombre le recordaba a la Internacional Comunista- el equipo se convirtió en 1930 en el primer campeón de la Serie A con el sistema actual de liga. En Milán le adoran. Aficionados, jugadores, directivos se rinden a su figura, a su carácter, a sus ganas de aprender y de enseñar. Tanto es así que en compañía de Aldo Molinari escribe "El juego del calcio", un libro en el que trata de verter todo el conocimiento que ha ido aprendiendo en esos años sobre el fútbol. La obra es una de esas piezas esenciales para entender la historia de este deporte.

El idilio con el Ambrosiana/Inter lo rompe un presidente con ínfulas. La llegada de Ferdinando Pozzani hace saltar por los aires esa estabilidad de la que disfruta el club. El dirigente comienza a entrometerse en decisiones técnicas y Weisz se marcha en 1931, solo un año después de darle el título a los "nerazzurro". Incluso Meazza se planteó ir tras él, pero el técnico frenó su ardor juvenil: "Esta siempre será tu casa Giuseppe". No se imaginaban ninguno de los dos hasta que punto tenía razón.

Del divorcio en Milán se aprovecha el Bolonia. Renato Dall'Ara, que acababa de llegar a la presidencia en la que estaría treinta años, puso su equipo en manos de Arpad Weisz. Y los resultados no tardaron en llegar. El técnico, seducido por el fútbol y el carácter de los uruguayos, reforzó la plantilla con tres futbolistas charrúas (Francesco Fedullo, Raffaele Sansone y Michele Andreolo) que unidos a Schiavio, la gran figura del equipo entonces, formaron una escuadra hegemónica que conquistó los títulos de 1936 y 1937. Y la cosa no quedó ahí. El conjunto italiano acudió a disputar el Trofeo de la Exposición Mundial de París, una especie de campeonato que reunía a algunos de los mejores equipos de Europa. Sin torneos internacionales era una de esas contadas ocasiones en las que se podía admirar la evolución del fútbol en los diferentes países. Y el Bolonia arrolló a todo el mundo. En la final se impuso 4-1 al Chelsea lo que significaba la primera derrota que sufría un club inglés ante uno europeo. La humillación fue tan grande que en Inglaterra sentenciaron que el mejor entrenador que había en el mundo era aquel húngaro afable que entrenaba a los italianos.

Pero de repente todo se acabó. De un día para otro, sin que apenas nadie reparara en Weisz. De hecho, durante décadas en Italia su figura permaneció envuelta en tinieblas hasta que un periodista llamado Matteo Marani publicó en 2007 un libro en el que detalla lo que fue su vida después de tocar el cielo en el Bolonia.

En otoño de 1938, cuando ya había comenzado a construir lo que sería meses después un nuevo título de Liga para el Bolonia, Weisz se vio obligado a dimitir por culpa de las leyes raciales dictadas por Mussolini que hacían la vida imposible a los judíos instalados en Italia. El club estaba rendido a sus pies, pero tuvieron que ceder ante la ola fascista. El técnico decidió huir del país en compañía de su mujer y sus dos hijos, a quienes habían echado del colegio porque el "Manifiesto de la Raza" también prohibía que los italianos compartiesen aula con los judíos. Pasaron por París y acabaron instalándose en Holanda, aún libre de los nazis, donde siguió su carrera como entrenador. Se hizo cargo del modesto Dordrecht con el que puso en problemas a los grandes clubes del país y aumentó esa leyenda que había hecho que en Italia le apodasen "El Mago", apodo que años después heredaría Helenio Herrera.

Pero los alemanes entraron en Holanda en mayo de 1940 y la vida de los Weisz volvió a convertirse en un martirio. Durante un tiempo se escondieron como pudieron gracias a la ayuda entre otros del presidente del Dordrecht, pero fueron finalmente descubiertos. Sus pasaportes quedaron sellados con la J de "juden", sus ropas marcadas y permanecieron confinados en sus casas durante un tiempo.

En agosto de 1942 la Gestapo llamó a su puerta y se llevó a los cuatro miembros de la familia al campo de trabajo de Westerbork, en la frontera con Alemania. Una simple parada antes de seguir viaje en dirección a Polonia, a Auschwitz. Nada más bajar del tren le separaron de Elena y de sus hijos, Roberto y Clara, que en aquel momento tenían doce y ocho años. Los tres fueron conducidos directamente a las cámaras de gas. Weisz, considerado apto para el trabajo, resistió dieciséis meses con vida en aquel infierno. La última mañana de enero de 1942 no se despertó. Italia tardó décadas en conocer el drama vivido por alguien que les había dado tanta felicidad.

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