Es una tarde de primavera de 2005 y tengo unos 14 años. Decido subir hasta mi casa en Candeán andando por la avenida del Aeropuerto, me quedan unos 2 kilómetros y, como siempre, me entretengo escuchando música. A mitad de camino escucho que desde un coche rojo me gritan obscenidades pero no le presto atención mientras se aleja. A los 5 minutos vuelvo a escuchar lo mismo, levanto la vista y veo que es el mismo vehículo; sigo sin prestarle demasiada atención. Cuanto estoy a punto de girar y emprender la recta final hasta casa veo que el mismo coche me vuelve a adelantar, gritándome, frena en seco y da marcha atrás para tomar mi camino. Justo mi vecino tenía su coche obstruyendo la circulación, a lo que el coche rojo empieza a pitar y hacer ademanes de intentar pasarle por encima, mientras la que realmente acelera soy yo. Termino escondiéndome en la bodega de casa mientras veo como el coche rojo recorre las callejuelas de alrededor buscando a alguien. Días después se lo conté a amigas y no me hicieron ni caso.

Es cierto que no he sido víctima de abusos ni violaciones como las que copan las portadas de los periódicos en las últimas semanas, pero desearía que nadie tuviese ni siquiera que pasar por el miedo que yo pasé escondida en la bodega de mis abuelos sin saber a quién llamar. Hoy mismo, al ver que el violador de la Verneda ha sido puesto en libertad, he pensado en rescatar mi espray de defensa personal legal y llevarlo de nuevo siempre conmigo, ya que vivo en su barrio. Quizá si la sociedad nos diese la seguridad de tener amparo ante un ataque, tanto la justicia como nuestro entorno en general, quizás si supiésemos que alguien nos auxiliaría, quizás si una violación fuese algo aislado, si luego nos fuesen a tratar con el respeto y el cariño que merecemos? Entonces las mujeres no viviríamos con miedo.