Algo parece despertar a mi hija una mañana de sábado: "¿papá qué es ese ruido?" -pregunta ella-. Con el sol del verano castigando el cristal de mi ventana me dirijo a comprobar que esas notas inequívocamente discordes pertenecen a un encorvado anciano que un "millón de años" atrás imaginó conseguir un futuro mejor, que tan solo lo fue por el hecho de seguir haciendo lo mismo, pero ahora, sobre un destartalado vespino con el contrapeso de las derrotadas ruedas de afilar y, por única compañía, la solitaria respuesta del eco del xilófono rebotado en los hostiles edificios de la ciudad.

Allá, donde los niños ya no reconocen el sonido de nuestro pasado, como si este nunca hubiese existido.

Mientras sus padres, impasibles, reniegan selectivamente de esa parte de la memoria en un juramento por la modernidad, evitando la mirada que les reflejaría en un tiempo en el que todo y todos éramos muy diferentes.

No te rindas, afilador, no dejes de hacer vibrar nuestros recuerdos con tus notas, gritando que cualquier pasado fue diferente, pero necesario.