Desde una bucólica aldea orensana llegué a Vigo hace setenta y cinco años; para ser más exacto llegué al Calvario, en el desaparecido ayuntamiento de Lavadores, cuando acercarnos a Vigo era ir al pueblo, porque el casco urbano terminaba a la altura del cruce de Vázquez Varela y desde allí, Urzáiz arriba, se extendía casi sin edificaciones el llamado Campo de las Caralladas, hasta el cruce de los Llorones, donde en una caseta de madera se ubicaba el fielato, especie de aduana intermunicipal que recaudaba determinados arbitrios y tasas

Hace, pues, setenta y cinco años que me enamoré de Vigo y hoy siento la orgullosa satisfacción de poder afirmar que cada día se acrecentó y consolidó este cariño. Vigo lo merece porque es la hermosa y pujante ciudad que tradicionalmente ha sido una especie de El Dorado para los gallegos de tierra adentro. Un Dorado hermoso y pujante que, sin embargo, no es perfecto; estado normal de cuanto existe dado que la perfección es un ideal tan deseado como irrealizable. Aun así hay que buscarlo y acercarse tanto como sea posible, empezando por reconocer la realidad. Porque, efectivamente, en nuestro brillante círculo hay alguna mancha que no debemos ignorar para no correr el riesgo de que se perpetúe.

Seguramente será con buena voluntad, pero quien parece ignorar cualquier mácula es precisamente nuestro alcalde que, tal vez cegado por su propio amor a la ciudad del olivo, no ve un solo punto negativo. Es algo que se constata cuando en programas televisivos atiende llamadas de los ciudadanos a los que, sin excepción, ofrece inmediatas soluciones o aclara que sus demandas ya se han superado. Nos ofrece tan edénico escenario que, en más de una ocasión, he tenido la tentación de llamarle para que me aclarase de que ciudad estaba hablando, para intentar empadronarme allí. El paraíso atrae, pero curiosamente cuando Adán supo la verdad tuvo que abandonarlo.

Quisiera recalcar que aun cuando la porción positiva es mucho mayor que la negativa, además de regocijarnos con la primera debemos denunciar la segunda, tratando de reducirla -erradicarla puede ser utopía-- a la mínima expresión. Por ello invito a la administración municipal a que compruebe cuantas calles, en los cruces de su recorrido, están sin rotular y cuantas casas sin numerar. A veces identificar donde estamos o a dónde queremos ir nos recuerda el laberinto del envidioso Dédalo

Se nos está ofreciendo una amplia serie de obras en aceras y calzadas con el epígrafe de humanizaciones; vocablo tal vez exagerado para la ocasión porque aunque se aplique a las mejoras de las estructuras de que disponemos, lo substituido ya participaba más de humanización que de espacio selvático. Esta espuria disquisición no impide que demos la bienvenida a las humanizaciones llevadas a cabo y que las aplaudamos, pero antes de ovacionarlas se impone reconocer puntuales fallos y con el reconocimiento impulsar la corrección.

Dos céntricas calles, Carral y Marqués de Valladares, sirven de ejemplo para situaciones que se repiten casi con carácter general. Magníficas y amplísimas aceras que nunca soportan el 25% de su capacidad peatonal y calzadas de un solo carril que se atascan con facilidad y pueden crear serios problemas. Nos pone los pelos como escarpias pensar en el embotellamiento de una ambulancia o el coche de bomberos en casos de urgencias. De hecho, hace pocos días, una ambulancia estuvo detenida en la calle Carral un tiempo muy superior al que se le debe asignar a este tipo de vehículo. Aunque afortunadamente la urgencia era moderada, los presentes vimos encenderse el piloto de la alarma y más de uno comentó que donde sea posible debiera ser obligatorio un doble carril.

Por otra parte ha habido un lamentable error de cálculo respecto a la resistencia del piso de las calzadas, sobre todo para las que tienen que soportar tráfico pesado como el de los autobuses urbanos y que ya en muchos casos -Carral y Velázquez Moreno son claros ejemplos-- presentan un deplorable y peligroso aspecto que las convierte en deshumanizadas. Valdría la pena recordar que el asfalto mide el tiempo con dos parámetros beneficiosos. Mucho para la duración y poco para la reparación.

Los últimos temporales han puesto clamorosamente de manifiesto la curiosa y absurda pérdida de los tradicionales sumideros, transformando nuestras calles -aceras incluidas- en verdaderos riachuelos. Y no vale escudarse en la virulencia tormentosa como hizo Felipe II con su derrotada Armada Invencible, porque aquí, en tierra firma, pudiendo combatir a los elementos, hemos colaborado con ellos cerrando las bocas de drenaje y propiciando las desagradables y peligrosas riadas en las que nos vemos obligados a chapotear. Eso sí, se rinde culto a la limpieza y al salir de nuestras casas se nos obsequia con un profuso lavado de pies. ¿Se habrá planificado una higiénica humanización? En cualquier caso, si algo va mal, rectificar es de sabios.