Dios salve al reality porque, bien hecho, es un formato entretenido e interesante que arroja en nuestras pantallas lo mejor y lo peor del ser humano.

Cuando parecía que en este país adicto a la pandereta y al descansillo de la escalera, el género estaba destinado a seguir los pasos de la Santa Compaña, va y aparece El Aprendiz, versión patria del show que hace unos años triunfaba allén del océano. Pero como aquí no tenemos a Donald Trump, nos quedamos con el catalán Lluis Bassat (que me parece menos estrafalario), cuyo currículum abruma y que va camino de convertirse en el sustituto perfecto de cualquier Papa Noel en las fiestas de Navidad.

El Aprendiz sigue al pie de la letra los parámetros de sus orígenes y se convierte en la clásica pelea entre chicos y chicas en el que se puede adivinar ya que las envidias y la competencia entre los participantes marcará la lucha que mantendrán estos aprendices a yuppies que (como todo hijo de vecino) habrán mentido en sus currículums pero que tienen el ego bien infladito. Y he de admitir que el programa tiene su aquel.

Los chicos aputan maneras de tiburones de las finanzas. Apostados en lo más profundo del paradigma del macho cabrío que tiene la cartera llena de dinero, creen que con el hecho de ser un hombre ya tiene la mitad ganado. Todavía tengo en la cabeza grabada la cena de encuentro que tuvieron en la mansión en la que conviven y en la que el experto en Operaciones Internacionales sacaba pecho y le decía a una de sus compañeras que había logrado huir del matrimonio (ya me conozco yo a este tipo de personajes…).

El equipo de las mujeres, es más relajante. Está más equilibrado y no se les ve, de primeras, las ganas de demostrar que tienen un par y que son capaces de dirigir a la manada para conseguir el bien común del grupo. De todas formas, huele a traición al más puro estilo shakesperiano y se adivina un golpe de estado para cargarse de un plumazo a la sosa jefa que han elegido.

El programa, sinceramente, pinta bien y, aunque todo se convierta luego en un coñazo en el que se prime el espectáculo marrullero por encima de los conocimientos (la casa que tienen amenaza con convertirse en un Gran Hermano bursátil), por lo menos habremos aprendido la estrategia que hay que seguir y el despliegue de operaciones y cálculos que hay que hacer para vender unas simples aceitunas. Aunque ayer se vio que para mucho no sirve, pues los 90 euros recaudados por las ganadoras no dan ni para pipas.

Amantes de los procesos de selección y de la maravillosa El Método Grönholm, láncense al sofá y devoren el programa porque disfrutarán con la lucha de egos. La pena es que en la realidad, Bassat se verá obligado a contratar a un hombre o a una mujer en función de la paridad que exista en su plantilla fija.

P.D: ¿Alguien ha notado el parecido de Regina Knaster con Lola la de Fama o es cosa mía?