No es el mismo el peso de la historia en las ciudades portuarias que en las del interior. En Tui y pese a la fluente presencia del Miño, como en Allariz, junto al Arnoia o en Mondoñedo, tan próximo al Cantábrico pero formando parte de un mundo montañés de valles y bosques, la historia pesa y está como detenida, ralentizando el paso de las horas, recordando con las campanadas de las iglesias y conventos que allí, el tiempo, es un anecdótico tránsito hacia la nada.

En los puertos de mar, como Baiona o Rianxo, como incluso Noia o Pontedeume, la historia tiene el cabrilleo de los reflejos del sol en las aguas movidas por el nordés. El tiempo tiene la ligereza del aire, de los vientos cambiantes y hay en el trajín de sus peiraos una expectativa de novedades, de arribadas y despedidas constantes, de jornadas venturosas de pesca y una tarea y una esperanza siempre renovada para mañana.

En Baiona la historia está hecha de velas al viento: de las antiguas navegaciones de cabotaje hacia las salinas de Aveiro y los puertos del Cantábrico, a los linos y vinos del Ribeiro que comerciantes como Daniel Defoe alijaban aquí con destino Londres o los tinglados bálticos de la Hansa.

Los capítulos de la historia que los libros escriben con mayúscula, y la arribada de la carabela Pinta a Baiona en 1493 con la noticia del hallazgo de un nuevo mundo es uno de ellos, tienden a obviar las páginas que el puerto de Baiona escribió en las rutas bajomedievales o aún en las postrimerías del siglo XVI, la sorpresa y el brillo de las mercancías de ultramar descargadas en la playa Ribeira bajo la celosa supervisión de Don Diego Sarmiento de Acuña, más tarde, primer conde de Gondomar.

Será ya en la segunda mitad del siglo XX cuando los últimos armadores de Baiona finiquiten una larga tradición y el grueso de las tripulaciones repartidas por todos los mares regresen a casa. La pesca artesanal, la recolección del percebe o el erizo y el marisqueo a flote en la bahía, son todavía el sustento de un centenar y medio de familias en las lonjas de Baiona y Panxón, ésta ya en el concello de Nigrán.

Será la náutica deportiva la que tome el relevo de la antigua tradición navegante, hasta convertirse en una referencia insoslayable, icónica. La marca Baiona, en los términos en que determinadas localizaciones parecen cotizar en el mercado de las emociones y las experiencias, está hoy ligada a esta imagen náutica, un poco bohemia y aventurera, otro poco burguesa y convencional. Un destino turístico aspiracional, de clase media con origen en Madrid, Ourense o el País Vasco.

Legado urbano

La historia en Baiona ha dejado un importante legado urbano donde destaca su entramado de calles enlosadas pespunteadas por importantes elementos religiosos y civiles. Numerosas casas blasonadas y jardines interiores perviven en un núcleo urbano animado por el bullicio de la hostelería y la dificultad para hacerlo compatible con los usos residenciales actuales. Un caso más de casco histórico amenazado por la pérdida de residentes y usos diversos.

Baiona, pese a su impronta marinera, no estaría completa sin la presencia, constante, del arraigo a la tierra. La Baiona campesina, verde y azul, que desde Baredo a las estribaciones de la sierra de A Groba en Baíña y Belesar se integra en el amplio Val Miñor. Junto a Gondomar y Nigrán conforman hoy una mancomunidad de municipios que se acerca a los cincuenta mil habitantes, un censo que se ha incrementado un 40% desde 1980 y cuyo crecimiento se ha acelerado en los últimos años.

No se trata sólo de un cambio cuantitativo. La vieja sociedad de marineros y agricultores, de obreros ocupados en Citroën o los astilleros vigueses; pequeños armadores, comerciantes y promotores inmobiliarios, hechos al calor de la llegada del turismo, se ha transformado en una sociedad joven, formada y dinámica. Siguen trabajando en Vigo o Porriño, pero cada vez más el polígono de A Pasaxe en Gondomar y sobre todo, Porto do Molle en Nigrán, ocupan a estos ingenieros, informáticos y creativos que apenas se sienten todavía concernidos por los asuntos de las localidades que les acogen, por la política local o, mucho menos, por su historia. Es una sociedad en plena transformación, empujada por la mayor renta de quienes llegan, por las nuevas demandas de la vida urbana y por la pérdida de los antiguos oficios y sus horizontes.

En los primeros años setenta del pasado siglo, Gonzalo Torrente Ballester se instalaba en un modesto chalecito de la urbanización La Romana en A Ramallosa, en el municipio de Nigrán. Regresaba de una larga estancia docente en Albany (Nueva York) adonde había huido asqueado del país, del nulo reconocimiento a su obra y con el ineludible objetivo de buscar alivio económico para su extensa familia. Estaba ya de vuelta, con plaza de catedrático en el instituto vigués que ahora lleva su nombre en A Guía, y al poco de instalarse inició una colaboración en el diario madrileño Informaciones. En 1975 se recopilaron estos artículos bajo el genérico título de Cuadernos de La Romana.

Por esta vivienda, aún hoy en pie, pasó lo más granado de la intelectualidad oficial del momento: de Dionisio Ridruejo a Luis Felipe Vivanco; de García Sabell a Pedro Laín o Elena Quiroga. La reseña de estos encuentros, siempre estimulantes, resaltan la soledad y las dudas creativas del autor que al poco tiempo triunfaría con La Saga/fuga de J.B. y, sobre todo, con la serie para televisión Los gozos y las sombras.

El sentimiento de fin de una época, de cambio de valores y de herramientas para tratar con las nuevas realidades que subyacen en aquellas cavilaciones solitarias y dolorosas de Torrente, se asemejan –salvadas todas las distancias– a lo que ahora mismo se percibe ya en Val Miñor, y en otras zonas pujantes como la periferia coruñesa. Una sociedad en profunda transformación.