Mi abuelo tenía la virtud de desnudar el mundo. Sus cuadros son ventanas para el alma, que te hacen gozar en sus pinceladas o caer al vacío de la nada. También sobre las personas pintaba como lienzos: a la edad de tres años, decidió que mi nombre no hacía justicia al amor que me tenía y nunca más me llamó por él. "Iris, qué nombre es ese, tú eres y siempre serás a ojos del mundo Kikiña", y así lo sentí toda la vida.

"¡La Kikiña ceibe e independiente!" gritaba mientras subía cuidadosamente la tapa del piano y tocaba una eléctrica melodía. La admiración que sentía por este instrumento era herencia de la profesión de su madre, la pianista Teresa Porto, pero nunca llegó a ser tan grande como la pasión que sintió por el pincel. Solo tendría que cerrar los ojos para recordar el olor a aguarrás y a óleo condensados en el pequeño estudio que tenía en la buhardilla de su casa. Toda mi infancia se rodeó de colores vivos y texturas, un imposible de formas y miles de espacios, creados de su mano al lienzo, bajo la tenue luz de una claraboya.

Era un gran padre, mejor abuelo, fiel amigo... de carácter fuerte, orgulloso, lleno de matices y tan sorprendente como sus cuadros. Hoy solo tengo que asomarme a una de sus ventanas para encontrarme con él, paseando ligero a través de los espacios...

Buen viaje abuelo.