A un vigués se le abronca. A un sueco se le idolatra. El rebelde de antaño se ha convertido en institución. El de mayor clase no encuentra quien le quiera. No existe ningún verdad absoluta, sino sus perspectivas. Son ellos y sus circunstancias.

Muchos se van, pero cada marcha se entiende de forma diferente. La de Santi Mina dolió especialmente. Se palpa en los silbidos: imponiéndose levemente a los aplausos durante la lectura de las convocatorias en el videomarcador, abrumadores cuando Prandelli lo introduce en la cancha. Sólo se detesta así a quien se amó.

A Mina se le pasa factura por aquella frase abrupta de cuando explicó la velocidad de su traspaso, sin concesiones al sentimentalismo: "Cogí el avión y me fui a Valencia". Pesa sobre todo lo inesperado de la pérdida. El celtismo sufre con él la peor nostalgia posible, que es la de lo que nunca sucedió. El Valencia le arrebató todos las internadas y todos los goles que se había imaginado celebrar mientras asistía con ilusión al crecimiento de su perla. No se llevó al Mina que ya era o al que llegará a ser, sino al Mina que Balaídos soñaba, más hermoso que ninguno. Y que precisamente a causa de su traspaso permanece sin contaminar, ajeno al deterioro que la realidad hubiera producido en las expectativas. Mina será ya para siempre una promesa rota, un enamoramiento adolescente sin cicatrizar.

John Guidetti se ha apoderado de todo el cariño que la afición celeste reservaba a Mina. Aunque ambos son delanteros de brega, el sueco acompaña el esfuerzo con una expresividad contagiosa, tan auténtica como rentable. Y con hilo musical incorporado.

Guidetti es un futbolista con banda sonora original. Es esa canción que todo el mundo aguarda en vilo en el concierto para entonarla a coro. Apetece que Guidetti marque por el gol y el tarareo, que es generalizado. Incluso admite el bis, cuando Berizzo lo sustituye. El entrenador asegura que no aceptaría traspasarlo en invierno. Sabe que un equipo también necesita música. Los representantes deberían encargar melodías a los compositores para sus clientes y añadirlas en el catálogo de cualidades que ofertan a los clubes.

Guidetti es electrónico y Iago Aspas, folk. Iago surge de la tierra y de la espuma. Es el rumor de los pinos, el ronquido asmático de la gaita, el chillido de la gaviota. Antes que un jugador, funciona como encarnación del alma colectiva. El brazalete de capitán, que las ausencias de Hugo Mallo y Cabral le proporcionan, se le acomoda como prenda y tatuaje.

Es el mismo Iago Aspas pero a la vez otro. Ha aprendido a canalizar su rebeldía. A Clos Gómez lo taladra a quejas desde el primer instante. Tarda 75 minutos en ganarse la tarjeta amarilla que el árbitro le hubiese mostrado de forma inmediata hace cuatro temporadas.

A Iago le aman los propios y le detestan algunos ajenos, como los deportivistas. Con él no existen tibiezas o indiferencias. Más extraño es el caso de Parejo, aislado en su pedestal, jugador con clase pero sin partidarios.

Parejo va trufando el partido de grandes detalles técnicos y pequeños gestos miserables. Le suelta un codazo a Wass, se encara con Iago, refunfuña con unos y con otros. Se le puede admirar. Más difícil quererlo. En verano Ayestarán lo apartó del grupo porque Parejo, para forzar su marcha al Sevilla, se mostraba displicente en los entrenamientos. Al final, el club lo ha recuperado porque necesita su pausa y su visión, que escasean en la plantilla. Le pueden agradecer su calidad. Difícilmente le escribirán una canción.