Huir o luchar. Para eso prepara el miedo. Ya sea para dar un salto cuando alguien ve corretear una rata en un callejón o para buscar soluciones cuando una carta del banco avisa de que se está en números rojos y no se ha pagado la cuota de la hipoteca. El miedo siempre ha existido y, gracias a él, a pesar de que no tenga buena prensa, los seres humanos evitan las amenazas o se preparan para enfrentarse a ellas. Porque eso es el miedo, la emoción que avisa de que se está ante un peligro.

Algunas amenazas siguen vigentes desde la noche de los tiempos, como la posibilidad de sufrir un daño físico. Otros miedos son más nuevos y, desgraciadamente, muy frecuentes hoy en día, como el temor a perder el trabajo o a ser desahuciado.

Las principales amenazas ya no vienen de un depredador de cuatro patas y colmillos afilados, sino de otro tipo de depredadores más abstractos, que no muerden, pero igualmente pueden causar pánico, como la precariedad laboral. Miedos actuales que se pueden resumir en uno: el miedo a la incertidumbre. Pero los circuitos cerebrales del miedo son prácticamente los mismos para el pánico que puede causar un gato a punto de saltarnos a la cara (seguramente, lo más parecido al ataque de un felino que se puede vivir hoy) o el sudor frío ante un expediente de regulación de empleo.

Gracias a los avances de las técnicas de neuroimagen, los científicos han descubierto que los humanos tienen un sistema de detección de amenazas y que una de sus estructuras más importantes es la amígdala cerebral. En realidad, tenemos dos amígdalas, una en el hemisferio derecho y otra en el hemisferio izquierdo del cerebro.

La amígdala, que tiene el tamaño y la forma de una almendra, es la torre de control de la respuesta al miedo. Cuando detecta una amenaza, se activa y, si lo considera oportuno, da la orden para que se evite el peligro. Además, envía la información al hipotálamo, otra estructura cerebral, que activa la liberación de hormonas como la adrenalina. Entonces, se tensan los músculos, aumenta la frecuencia cardiaca y la respiratoria, sudan las manos... Se siente el miedo en el cuerpo.

La activación de la amígdala es automática, algo fundamental cuando alguien se siente amenazado, como explica Alberto Fernández Teruel, neurocientífico y profesor del departamento de Psiquiatría de la Universitat Autònoma de Barcelona. "En clase -apunta - suelo explicar mi casi atropello para que los alumnos entiendan el funcionamiento de la amígdala. Un día, iba a cruzar una calle que hacía curva y no vi que venía un coche muy deprisa. Pero oí que aceleraba. Mi cerebro reaccionó inmediatamente y salté hacia atrás. Aun así, el coche me rozó el pantalón. ¿Pensé? No. Mi cerebro, y, en concreto la amígdala, reconoció el peligro y envió la orden para que reaccionara. Y luego empezaron la taquicardia, el temblor de manos, la respiración agitada. Mi cuerpo se había preparado por si tenía que luchar o seguir huyendo".

Si un trabajador recibe un inusual correo electrónico de su jefe convocándole al despacho inmediatamente, puede sentirse desbordado por el miedo. Sobre todo, si ya han despedido a varios de sus compañeros previa convocatoria por e-mail. El corazón se le pondrá a mil por hora, respirará agitadamente, le sudarán las manos y sus pupilas se dilatarán.

La amígdala es una estructura cerebral que no ha cambiado en miles y miles de años. Así que reacciona igual que cuando el peligro era un depredador hambriento. En cambio, si se pone en marcha la parte más analítica, y más moderna evolutivamente, de su cerebro, el trabajador pensará que no tiene que suceder nada malo o, en todo caso, que es mejor no dejarse llevar por el pánico. "Si te sobrepasa el miedo, no puedes pensar bien. Pero si logras modularlo y canalizarlo, tu mente y tu cuerpo estarán más activados para buscar soluciones", añade Susanna Carmona.

El problema es cuando el miedo le deja a uno sin capacidad de respuesta. Por ejemplo, en el caso de la persona que, cuando tiene que hablar en público, se queda paralizada. Ni lucha ni huye: se le 'congelan' el cuerpo y la mente. "En experimentos con ratas hemos visto qué pasa en el cerebro cuando se produce una reacción de este tipo -comenta Alberto Fernández Teruel -. Tienen un gato delante, a cuatro centímetros, aunque separado de ellas por un cristal. Y el gato está durmiendo. Pero algunas ratas sienten un pánico tan intenso, que se quedan petrificadas, una respuesta que no es tan adaptativa como luchar o huir. Y esta reacción está controlada por un área cerebral denominada sustancia gris periacueductal".

El miedo es una alarma que se dispara para avisar de un peligro. Una sirena estridente y molesta, pero básica para la supervivencia. Siempre y cuando salte cuando haya una amenaza real. Otro problema se da cuando el circuito cerebral del miedo se pone en marcha, pero el peligro es imaginario: es decir, vivir escuchando siempre o casi siempre la sirena del pánico, como le ocurre a quien sufre una enfermedad del miedo. En el trastorno de pánico se padecen ataques de miedo sin motivo aparente. Una persona con un trastorno por estrés postraumático revive una y otra vez, como si fuera real, una experiencia traumática como una agresión, un accidente o una catástrofe natural.

También saben lo que es vivir bajo la tiranía del miedo quienes sufren fobias, ya sea a los perros, a los espacios cerrados o a la gente, como sucede si se tiene fobia social.

Aunque el miedo no es una experiencia que quede encerrada en el cerebro o el cuerpo. Es una emoción y, como tal, también es una forma de comunicación. Si se ve a alguien alegre, se siente algo de su alegría. Si se ve a alguien triste, otro tanto de lo mismo. "Y el miedo es muy, muy contagioso. Basta con ver la cara de pánico de una persona para sentirlo uno mismo", señala Tizón. Los experimentos demuestran que una forma muy sencilla de generar miedo en una persona es haciendo que vea el rostro aterrorizado de otra.