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La cultura de la cancelación se extiende

La nueva película de Luca Guadagnino, protagonizada por Julia Roberts, reabre el debate sobre la expulsión de la esfera pública de personalidades con conductas controvertidas

Nando Salvá

La cultura de la cancelación no se crea ni se destruye, solo se transforma, y eso resulta evidente no solo si se tiene en cuenta que la exclusión de la esfera pública de personas que adoptan actitudes problemáticas es algo que los humanos llevamos haciendo al menos desde la Antigua Grecia, cuando cualquier ciudadano que resultara vagamente amenazante podía ser condenado al ostracismo.

Desde que obtuvo el don de la ubicuidad a lo largo de la última década de la mano de movimientos sociales como el #MeToo y asociado a la caída en desgracia del productor Harvey Weinstein —violador convicto— y presuntos depredadores sexuales como Kevin Spacey, Louis C.K. o Woody Allen, el concepto ha dejado de ser patrimonio exclusivo del progresismo.

Tras resignificarlo primero en forma de sinónimo de atentado contra la libertad de expresión, linchamiento, mentalidad de turba y totalitarismo ideológico, ahora el conservadurismo parece también haberle pillado el gusto a eso de cancelar, como demuestran en Estados Unidos la persecución institucionalizada a cómicos, presentadores de talk shows y voces críticas con Israel o con el activista ultraconservador Charlie Kirk, recientemente fallecido. Por todo ello, y en medio del fragor de la guerra cultural, la controversia que plantea «Caza de brujas» no tiene nada de sorprendente.

Dirigida por Luca Guadagnino y protagonizada por Julia Roberts, la nueva película señala la encrucijada personal y profesional en la que se ve envuelta una prestigiosa profesora de filosofía en la universidad de Yale cuando uno de sus colegas más cercanos y su alumna favorita se ven envueltos en un presunto caso de agresión sexual.

La estudiante culpa a su mentora de no creer sus acusaciones ni apoyarla, y algo parecido le achaca el profesor señalado, convencido de su inocencia. Mientras contempla a su protagonista revolverse en busca de la posición más adecuada —sobre todo para ella— frente al escándalo, Caza de brujas plantea tantas cuestiones relacionadas con la cultura de la cancelación que hace falta coger aire antes de enumerarlas todas.

A lo largo de su metraje, escenifica las divisiones internas del movimiento feminista basadas en visiones opuestas de la justicia social; especula sobre el supuesto uso fraudulento del wokismo por parte de ciertas minorías —los negros, la comunidad LGTBIQ+, las mujeres— en busca de la medra personal; parodia a los nostálgicos del patriarcado poniendo en boca del presunto abusador frases como «el enemigo común ha sido elegido, y es el hombre blanco heterosexual cisgénero»; sugiere que, quizás, las presuntas víctimas de abusos difuminan la diferencia entre una agresión sexual y una mera transgresión del protocolo moral; cuestiona a la Generación Z, tan envenenada de sus aires de superioridad y empeñada en reprimir todo aquello en lo que no están de acuerdo que hasta pretende borrar de la historia del pensamiento universal a Nietzsche, Heidegger, Freud y otras mentes preclaras problemáticas; y plantea la tiranía de la corrección política, que nos convierte a todos en sospechosos por defecto y despoja los discursos de matices.

Pese a que resulta obvio que su principal intención es poner un espejo deformado frente a un presente en el que las creencias importan menos que la exhibición de creencias —acusando entretanto a la élite del mundo universitario, guardianes del mundo de las ideas, de traicionar esas ideas por su propio interés—, aun así resulta llamativo que Caza de brujas prefiera limitarse a enunciar las posturas arriba citadas que molestarse en explorarlas.

Habrá quien opine que su estrategia es una forma válida de proponer al espectador asuntos de debate, y también habrá quienes la consideren una forma no precisamente sutil de provocación. En ese sentido, conviene explicar que los títulos de crédito imitan la estética de los que Woody Allen, cineasta cancelado, ha usado tradicionalmente en su cine.

«Me pareció interesante hacer un guiño a un director que, como él, ha afrontado ciertos problemas, y plantear cuál es nuestra responsabilidad al revisar el trabajo de un artista al que amamos», es todo cuanto Guadagnino ha llegado a decir al ser preguntado al respecto.

En realidad, tanto él como la propia Roberts y el resto de responsables de la película se han mostrado evasivos ante las preguntas planteadas por quienes creen, no sin motivo, haber visto en ella actitudes reaccionarias respecto al #MeToo.

La producción de la película fue aprobada un año antes de que Trump regresara al poder, de que las universidades se convirtieran en campo de batalla por los contornos de la libertad de expresión y de que la autocensura se impusiera en Hollywood, como dejó claro el mutismo respecto a Trump que imperó en los Oscar. El clima social ha cambiado, y eso ayuda a explicar la rapidez con la que están reconstruyendo su vida profesional artistas cancelados como Depp o Karla Sofía Gascón. Y «Caza de brujas», con su galería de personajes envenenados por el miedo a no seguir el protocolo correcto, es un reflejo desagradable del presente.

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