Sus centelleantes e hipnóticos ojos color violeta y su menuda aunque turbadora anatomía convirtieron a Elizabeth Taylor (Londres, 1932-Los Ángeles, 2011), desde su tardoadolescencia, en la personificación de un nuevo erotismo que prosperó de forma abundante en el cine hollywoodiense durante la década de los cincuenta y los sesenta. El 23 de marzo se cumplieron 10 años del fallecimiento de un mito de la gran pantalla, una mujer que brilló al mostrar un empoderamiento sexual sin precedentes y una fuerza en la pantalla que asumía abiertamente su propia independencia, alejándose del rol subsidiario que se le asignó desde los albores del cine.

Taylor, que durante la última etapa de su vida combatió con firmeza la devastadora epidemia del sida y otras causas solidarias, recogió el testigo de otro erotismo: el que surgiría durante los años más duros de la posguerra, más objetual que liberador, más carnal que sinuoso, que ya barruntaba el extendido fenómeno de la femme fatale en las pantallas. Un testigo que enarboló durante toda su vida con un poder de fascinación transversal entre el público y que la transformaría en uno de los grandes objetos de culto del ancho firmamento hollywoodiense.

Pese a su brillante carrera profesional, es un hecho fácilmente constatable que la protagonista de Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz, y de tantos filmes memorables del Hollywood clásico, se la ha asociado popularmente con sus aspectos biográficos más triviales y anecdóticos, opacando, de alguna manera, una larga trayectoria artística sembrada de personajes que han quedado fijados a fuego en el imaginario cultural de varias generaciones, como todos aquellos donde dejó su huella indeleble, tanto en su dimensión puramente estelar como en su más que notoria influencia social.

Por eso, definir el perfil artístico y profesional de una personalidad tan polémica, tan compleja y explosiva como la suya, y más ahora que se cumple una década de su muerte, supone despegarse de los numerosos lugares comunes que cercaron siempre su imagen desde sus inicios, cuando se convirtió en una de las niñas prodigios más admiradas del momento. Taylor inició años después su cadena de controvertidos matrimonios con personalidades tan disímiles como Richard Burton, Eddie Fisher, Michael Todd, Michael Wilding, John Warner o Nicky Hilton, con cuyas relaciones fue generando a su alrededor una imagen absolutamente distorsionada de su talento.

El caso de Taylor reunía determinadas circunstancias que contribuyeron a fagocitar su carrera más allá de la aureola estelar que arrastraba desde su sonado debut juvenil en los años cuarenta. Su agitada vida sentimental y su posterior adicción al alcohol y a las drogas no impidieron, como sí sucedió con la vida profesional de estrellas de su generación, su rápido ascenso a la cima de Hollywood mediante sus propios méritos hasta el punto de generar una filmografía excepcional en la que no faltan papeles tan vigorosos y relevantes como, pongamos por caso, el de la atormentada protagonista alcohólica de ¿Quién teme a Virgina Woolf? (1966).

En 1956 protagoniza, junto a James Dean y Rock Hudson, el gran drama social Gigante mostrando su enorme capacidad para metamorfosearse en una mujer del Sur, pese a su procedencia norteña en medio de un enmarañado conflicto de intereses entre los grandes ganaderos y los nuevos dueños de las grandes plataformas petrolíferas. El árbol de la vida (Raintree County, 1957) fue otro de sus grandes éxitos ampliamente bendecidos por la crítica.

En La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), del gran Richard Brooks, basada en la pieza teatral de Tennesse Williams, borda su papel de Maggie, la esposa de un joven inadaptado (Paul Newman) de familia acomodada que enjuaga sus frustraciones personales con la ingesta continua de alcohol y mostrando, al propio tiempo, el profundo desprecio que siente por su entorno familiar. Típico conflicto del genial escritor sureño convertido, por mor del talento de Brooks en la dirección de actores, en una obra maestra sin paliativos.

En 1963 no duda lo más mínimo en asumir el papel de la reina Cleopatra en una megaproducción sin parangón. Liz Taylor no tuvo el menor empacho en exigirle a la compañía la friolera de un millón de dólares. Oferta que la convertía automáticamente en la actriz cinematográfica mejor pagada del planeta. Y pese a que la producción en su conjunto supuso la ruina virtual de la compañía, Cleopatra muestra la admirable habilidad, ayudada por supuesto de su inimitable belleza y por las legiones de asesores de vestuario que tuvo a su servicio, para construir un personaje que se aloja en la memoria de millones de espectadores como un signo imborrable de uno de los iconos más genuinos de la era del tecnicolor.