El misionero gallego Andrés Díaz de Rábago, de 101 años -la mitad de ellos en Taiwán- llegó a una China en guerra civil en los cuarenta, huyó del comunismo en los cincuenta, contribuyó a la educación del nobel timorense Ximenes Belo, y ha sido testigo de la tremenda transformación asiática. Conocido por sus apariciones en la prensa y por su labor caritativa, a él no le afecta demasiado haber recibido la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica en el 2000, la Medalla de Bronce de Galicia en 2001 y muchas otras condecoraciones del más alto nivel dentro y fuera de la isla.

Y la labor del gallego no es algo en tiempo pasado, sino que continúa a un ritmo que baldaría a alguien mucho más joven, sin parar ni un minuto: viaja en metro y visita a enfermos en los hospitales, celebra misas, dirige catequesis. Es un tifón espiritual y humano.

Durante unos años, pasada la barrera de los noventa, sus superiores pusieron a su lado al padre Wilfred Chen, para que le ayudase y lo sustituyese cuando ya no pudiese realizar su labor, pero Chen está aún a la espera. "Yo estoy cada vez más viejo, pero él parece más joven que antes", señala Chen.

Rábago nació el 17 de octubre de 1917 en la localidad gallega de A Pobra do Caramiñal y, tras participar en la Guerra Civil española y acabar Medicina, ingresó en la Compañía de Jesús en septiembre de 1940. Siete años después, partió hacia China y recibió el sacerdocio en Shanghái el 16 de abril de 1952, en la última hornada de ordenaciones antes de la expulsión de los religiosos del país asiático.

Ha desarrollado una labor intensa y agotadora, con misiones en Manila y en Timor Oriental, donde fue maestro del primer presidente de ese país, Xanana Gusmão, y del premio Nobel de la Paz Carlos Filipe Ximenes Belo.

Llegó a Taiwán en 1969, donde fue profesor de la universidad más prestigiosa de la isla, y desarrolló su ingente labor pastoral y médica desde el Centro Tien. "He estado en cuatro continentes. Me fui a China en 1947, cuando tenía 30 años, y estuve en Pekín y Shanghái. Y luego a Manila, y de allí al Timor portugués, y después a Taiwán. Toda mi vida en sitios tan diferentes", cuenta.

Sobre su alegría, excelente humor y dinamismo a su edad, recuerda cómo le impresionó la lectura de un artículo, a principio de la década de 1950, sobre el consejo a una prisionera en un gulag siberiano: "No piense en sí misma, piense en las demás". "Eso me sirvió mucho -asegura-, y también he tenido muy en cuenta las palabras de la Biblia de que 'Dios de todas las cosas saca el bien para los que le aman'. A lo que San Agustín añadió 'Hasta del pecado'". De su experiencia en China, subraya cómo tanto las cancillerías extranjeras como las autoridades de su orden "cometieron el error" de pensar que el avance comunista era "algo transitorio", lo que se tradujo en un retraso en la evacuación de religiosos que provocó muchas muertes.

"Incluso en 1951 ó 1952, los jesuitas compraron terrenos en Pekín para trasladar allí un colegio", señaló Rábago, que ya intuía que se avecinaba el dominio de los comunistas.

A Pekín, que entonces se llamaba Peiping, la recuerda como una ciudad con casas bajas y mucha vegetación, que "desaparecía bajo los árboles", cuando se la miraba desde la Colina del Carbón -situada al norte de la Ciudad Prohibida--, y también cómo se le grabó allí que "todos en el mundo somos más parecidos de lo que pensamos, sobre todo en nuestros sentimientos".