Doria Ragland, de 61 años, trabajadora social e instructora de yoga con piercing en la nariz, afroamericana y, por tanto, descendiente de esclavos, asistió ayer emocionada al impensable momento en que su hija se casaba con el nieto pelirrojo -y antaño pendenciero- de Elizabeth Alexandra Mary Windsor, señora respetadísima de 92 años, más conocida como Isabel II y acaso la más pura descendiente de aquellos que un día fueron dueños del mundo. Estas mujeres antitéticas, reunidas en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, vestidas en verde lima de tono distinto, una puro "black power" y la otra fría como un amanecer de caza en Balmoral, compartieron el radiante día de la boda del príncipe Harry y la actriz Meghan Markle. Una jornada de flores, Rolls y Bentleys, un día de casacas rojas y ondear de "Union Jacks" a manos de unas cien mil personas en directo mientras millones de ellas seguían la apoteosis monárquica por televisión o por internet.

Fue una boda relativamente atípica para los usos distantes de los Windsor. Fue el sábado en que los dos polos de la emoción humana -lo "afro" y lo "british"- se tocaron en una ceremonia imposible, donde un coro de góspel cantó "Stand by me" y el obispo Michael Curry, el primer afroamericano en la cúpula episcopal estadounidense, derramó la mermelada de su sermón sobre el amor que rompió todas las costuras de los "royal" británicos, más hechos a la confitura amarga. La novia también hizo su aportación simbólica: entró sola en la iglesia, armada con su vestido minimal-virginal de Givenchy, y suprimió de la fórmula matrimonial cualquier promesa de sumisión al marido. Eso, en clave, fue feminismo.

Entre los invitados, languidecían las enormes ojeras del abuelo del novio, de Felipe de Edimburgo, marido de "The Queen", recién operado de una de las caderas más prodigiosas que tuvo el Imperio británico. Para compensar, titilaban los famosos amigos de la joven pareja. Allí estaban Amal Clooney, un sol amarillo, junto a su marido el bello actor, que siempre se mueve como si inspeccionara un casino. Estaba la curvatura malva de la actriz Priyanka Chopra y también la explosión muscular de Serena Williams reverberando dentro de su vestido. Estaban los Beckham -él vivo y ella en catalepsia gestual- y también sir Elton John, el amigo excéntrico de los Windsor que suele tocarles el piano en bodas, bautizos, comuniones y entierros. Estaba la presentadora Oprah Winfrey, lo más parecido a una reina que tienen los estadounidenses.

Los novios se dieron la mano todo el rato en una ceremonia en la que, a modo de recuerdo hacia Diana de Gales, la madre fallecida del contrayente, hizo una lectura su hermana, lady Jane Fellowes.

Cuando Meghan llegó al encuentro de su futuro marido, tras su paseíllo supuestamente feminista por la nave de la capilla -solo acompañada en el último trecho por su casi suegro, el Príncipe de Gales- Harry le dijo a Meghan: "Estás increíble". Y ella: "Gracias". Luego Harry dijo "I will", el pueblo rugió en el exterior y se rieron los invitados. "The Queen", obviously, se mantuvo impasible y escuchó cómo todos, incluida la nueva estadounidense en esta familia desestructurada, le cantaban el "Dios salve a la reina". Luego, en las escaleras de salida, los novios se besaron y montaron en una carroza Ascot tirada por cuatro ca¬ballos grises, como manda la tradición en la familia real. Markle hizo un visible gesto de alivio cuando el carruaje llegó a su destino, el castillo de Windsor, donde lejos de los ojos de los medios y de la gente se celebró un almuerzo ofrecido por la reina Isabel II. Comieron de pie. Los platos principales se sirvieron en grandes boles. En el menú, productos británicos tan tradicionales como los langostinos y el salmón ahumado, los espárragos de Cotswolds o el jamón curado de Cumbria. Luego tocó Elton John.