Grace Kelly murió un 14 de septiembre de hace 35 años en Mónaco, víctima de un fatídico accidente de tráfico mientras recorría la escarpada orografía del Principado al volante de su todoterreno junto a su hija Estefanía. El suceso, en la misma carretera que había recorrido en "Atrapa a un ladrón", estremeció a la opinión pública y rompió el hechizo de un personaje de cuento de hadas.

Mañana es una fecha clave para la historia reciente del pequeño Principado de Mónaco, pues fue ese día, hace siete lustros, cuando el pueblo monegasco perdía para siempre a su venerada princesa Grace (Filadelfia, 1929-Mónaco, 1982) a consecuencia de un aparatoso y fatídico accidente de tráfico.

Y aunque la suya no fuera una filmografía demasiado extensa ni sus trabajos cinematográficos descollaran por su versatilidad dramática, reúne en su haber títulos tan importantes que resultaría cuanto menos injusto disociarla del éxito que éstos han ido cosechando a lo largo de los años.

Su talento artístico, que algunos aún persisten en negarle, reposaba sobre su innata capacidad para hacerse notar sin mediar el más mínimo esfuerzo, resaltando su refinada presencia en la pantalla mediante un método de actuación basado en una rigurosa y estudiada sobriedad expresiva, la misma que siguió empleando desde que asumió, a partir de 1956, su rol como máxima protagonista de la realeza europea durante la segunda mitad del siglo XX.

Fue, matizaciones aparte, una de esas estrellas excepcionales que invitaban a soñar sólo con mirarla, sobre todo cuando, tras veinte años de carrera cinematográfica y de incontables romances, contrae matrimonio con el príncipe Rainiero de Mónaco, último descendiente de la milenaria dinastía de los Grimaldi, y se convierte, de la noche a la mañana, en la primera dama de un país de cuento de hadas. Pero antes de proyectar su luminosa imagen real sobre la prensa del corazón, la futura princesa ya había intentado sellar su vida sentimental con la complicidad, entre otros, de Gary Cooper, Clark Gable, Ray Milland, William Holden, Bing Crosby, Jean-Pierre Aumont, Oleg Cassini, Frank Sinatra y David Niven, todos ellos versados, como es bien sabido, en las artes de la seducción y, por lo tanto, cazadores potenciales de tan codiciada presa femenina.

Su trayectoria profesional, coronada con un "Oscar" por su trabajo de esposa fiel y abnegada en el melodrama de George Seaton "La angustia de vivir" (1954), pasó rápidamente a un segundo plano, pues el papel que le asignó el destino desde el día en que conoció al soberano de los monegascos superaba en esplendor y luminosidad a sus más rutilantes apariciones en la pantalla. Dotada de una turbadora belleza, discreta, distante, distinguida y culta, encarnó siempre el prototipo de actriz dócil que se amolda sin dificultad a las exigencias de cualquier director, incluidas las del rígido y despótico Alfred Hitchcock, con quien protagonizaría tres de sus más aclamadas películas y alguna que otra ingrata desavenencia generada por la persistente misoginia del mago del suspense.

Fue el gran Henry Hathaway quien le daría su primera oportunidad con su breve aparición en "Fourteen Hours" (1951), donde interpreta a una mujer casada que desea divorciarse, aunque un acontecimiento imprevisto le hará reconsiderar su decisión, un thriller inédito en nuestro país que, según diversos observadores, no aportó mérito alguno a su carrera ni a la del propio Hathaway.