A la memoria de Julio Fernández, sobrino de Manolita Chen.

En los violentos años 30 la troupe de artistas chinos Che Kiang tuvo que abandonar su milenario país para huir por medio mundo escapando, se dijo, de la venganza de una familia rival. En plena diáspora llegan a la España de posguerra: revistas, cartillas de racionamiento y estraperlo. Chen Tse Ping, que tal era la gracia del jefe, se quedó prendado de una adolescente de Vallecas. Cuarentón y lanzador de cuchillos, él. Hija de un repartidor-empresario de gaseosa, bailarina y charivari del Circo Price, ella. Dicen que fue amor a primera vista. Y dicen también que a la vallecana, escultural y de ojos rasgados, mire usted qué coincidencia, le importó un pito la fama que acompañaba al hijo de la Gran Muralla. Aquello de que si había matado a su primera y alemana esposa, en plena actuación, un día de pulso temblón. Total, que se casaron y montaron un teatro-circo, que también era un circo-teatro, según por donde se mirase. Y ella se convirtió en supervedete, cambiando el nombre de Manuela Fernández por el de Manolita Chen. Y él se convirtió en empresario y en cristiano, con el nombre castizo y definitivo de "Chepín" (Jesús, en la pila).

Tan novelesco argumento, contado del tirón, puede parecerles un cuento chino. Podrían pensar, tal vez, que como es fin de semana, hay que llenar páginas para la desocupada audiencia. No es así. Todo es cierto. Bueno, todo menos lo de la muerte de la primera esposa, que murió sí, pero de un resfriado, sin intervención alguna de "Chepín" y sus aceros.

La narración es veraz. Lo que sucede es que no hay negocio como el del espectáculo y en el mundo de las varietés todo era posible. Hasta las historias de cuento se hacían realidad.

Reparen en que hablo de varietés. En el final del siglo XIX empezó todo. Un proceso en el que los espectáculos populares fueron consolidándose al paso que marcaba la sociedad de consumo de masas. Un paso lento. Necesitó que la mayoría de la población pudiese tener horarios tasados, aunque fuese a golpe de sirena, y unas perras para gastar en algo que no fuera de comer, beber o arder. Así, primero en las ferias y luego en los teatros, fraguó un espectáculo de números cortos y variados. Universo nacido del cruce de la tradición teatral, musical, circense, de music-hall o vodevil: las varietés.

Ejercicio desempeñado por carne de barracón, lleno de números de circo, cine, baile y, sobre todo, de la frivolidad y hasta la sicalipsis de las cupletistas más verdes y sinvergonzonas de la historia. Un escándalo de decir, de provocar y de enseñar al descuido.

Conforme los años pasaban ese espectáculo se volvía más respetable, un proceso de cambio que empezó al finalizar la Primera Guerra Mundial y cuajó pasada la crisis del 29. Pero en España llegó la guerra y todo se paralizó. Hasta las formas modernas de consumo porque, en la posguerra, poco había para consumir.

En esos fríos años, a provincias los espectáculos solo podían llegar a través de los teatros portátiles. Una evolución de las barracas de toda la vida, que se montaban en las ferias, entre el tiro al blanco y las churrerías. Llevaban un género entre las varietés y la revista, triunfadora en los años treinta con figuras como Celia Gámez. Claro que ahora tenían que llamarse, obligatoria y castizamente, "variedades", más o menos arrevistadas.

En ese negocio encontraron su hueco "Chepín" y Manolita. De hecho al género de teatros portátiles, además de "teatritos", se le llamó también "chinos", porque el de los Chen era marca universal. En toda España y en parte de Marruecos. Viajando a ferias de pueblo en autocares con asientos de escay, con estancias más largas en lugares como Madrid, Sevilla, Valencia o Albacete. Y reinaron casi cuatro décadas, alcanzando su esplendor en los sesenta y setenta.

El del Teatro Chino fue un espectáculo verdaderamente popular, donde Manolita Chen era la atracción principal. Primera vedete en los teatros de lona que no hubiera desmerecido jamás en los de ladrillo. Diciendo y cantando, en bikini y media calada, "Arrímame la estufita" o "Mi fiel pajarito". Números de revistas como "Mujeres y fantasía", "La noche de los maridos infieles" o "El león rojo, un destape en la selva". Cuando dejó de actuar, Manolita siguió dirigiendo y aconsejando a nuevas estrellas en el arte de hablar con el maduro y casado señor que, en ferias, se desmelenaba ataviado con el traje del día de la Virgen, incluso delante de su Santa, a la que la vedete ya se había metido en el bolsillo para que levantara la barrera.

"Un espectáculo lleno de luz, color y sonido con esculturales vedetes", como pregonaba la publicidad a golpe de megafonía de tómbola. Entre cuatro y siete funciones diarias a dos cincuenta, donde se podía comer, fumar y hablar. Orquestina en directo, chistes, canciones, muslos, pechos andamiados y acrobacias a destajo. Con grupos de bailarinas como "Las leonas del destape" o "Girls Dancers"; fenómenos como Nicomedes Expósito, "El Ni", también conocido como "el enano más potente del siglo XX"; estrellas de la copla o la canción; imitadores que lo mismo cantaban por Serrat que por Manolo Escobar; artistas de circo; humoristas adornados de paleto de guardarropía. Y, junto a ellos, grandes estrellas, antes o después de su consagración: Juanito Valderrama, Marifé de Triana, Florinda Chico, Arévalo, El Fari, Pajares, Esteso...

Saltadores profesionales de censuras y censores, rodeando sus rojos lápices con recrecidos de malla en el muslamen y triples sentidos para enmascarar los dobles. Allí reinó Manolita Chen, como una emperatriz del lejano Oriente desde su ciudad prohibida del Teatro Chino. Mantuvo su hegemonía sobre el resto de empresas que se dedicaban a lo mismo.

Así llegó la Transición a la democracia, después de tres décadas de brega. Entonces el destape a troche y moche era más barato en los cines y las grandes figuras de la canción venían gratis a los teatros municipales, puestas por el ayuntamiento de turno. Los artistas más famosos comenzaron a salir en la tele y, para ir a los portátiles, cobraban cifras astronómicas que arruinaron el negocio. Eso, y las películas en las que el guión exigía quitarse el sujetador para contestar al teléfono. Resultó que las transparencias y los chistes verdes, con la censura vivían mejor. ¿Quién iba a querer salir de casa a pasar frío o calor en una silla de tijera del Chino si La Bombi y Bigote Arrocet salían, todos los viernes, en el tresillo del "Un, dos, tres"?

Así que, ya sin "Chepín" y retirada de la escena Manolita, el Teatro Chino dio su última función en la Sevilla de 1986. Y en Sevilla se quedó ella para siempre. Últimamente a esperar a la Parca en un geriátrico de Espartinas. Y la flaca de luto acaba de llegar. No hay más funciones. Las chicas han hecho el último desfile de moda y la vedete se ha paseado en su postrero apoteosis final. Todo el mundo a casa.