Es uno de los escritores en lengua española que más y mejores expectativas ha creado con su obra. El boliviano Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) responde a esa presión con hechos contundentes: "Los afectos", una novela potente y cautivadora.

-¿Cuánto tiempo esperó para leerla desde la distancia?

-Con esta novela trabajé de forma distinta a la que me era habitual: después de terminar la primera versión me puse a revisarla de inmediato. Solo un año después, cuando ya tenía una versión más decente, dejé que durmiera uno o dos meses, pero no recuerdo qué sentí al releerla. En cualquier caso, no hay nada más engañoso que enfrentarse al trabajo de uno mismo. Para bien o para mal, lo más común es llevarse impresiones completamente equivocadas.

-¿Qué nos dirían sus diarios sobre el autor durante el proceso de escritura?

-Consignarían los distintos estados de ánimo que atravesé mientras escribía la novela (ánimos que seguramente oscilan entre la felicidad radical y la negrura absoluta) y mostrarían algo de lo que sucedió a mi alrededor en ese tiempo. No creo que demasiado más. Sería, seguro, una lectura tediosa.

-¿El éxito excesivo de sus libros amenazaría su pretensión de no vivir de ellos?

-No sé cómo responder a esto. Sé que el éxito excesivo no sucederá, pero me incomoda tener que decirlo, porque no pienso ni quiero pensar en esos términos. Lo único que me importa ahora mismo es encontrar la manera de preservar cuatro o cinco horas diarias para seguir escribiendo.

-¿Pesa mucho la medalla de ser uno de los 22 mejores autores en lengua española menores de 35 años?

-Quizás ayuda a que algunos editores y lectores se acerquen a mis libros con lo que podrían considerar una suerte de garantía, o quizá lo contrario, pero no tengo manera de saberlo. Más allá de eso, no creo que tenga mayor incidencia, al menos no en la escritura misma.

-¿Cómo se lleva con sus primeros libros?

-Depende del día. A menudo me peleo con ellos, pero hay momentos en los que envidio la osadía del muchachito de veintipocos que los escribió.

-¿Cuál fue el primer chispazo que encendió la historia?

-La imagen de un alemán y dos de sus hijas adolescentes en medio de la selva amazónica, buscando a Paitití, la supuesta ciudad perdida de los incas. Algo en esa búsqueda me conmovió y me hizo saber que debía intentar escribir esta novela.

-Le gusta decir que su libro pertenece ahora al lector. ¿Qué modelo de lector le gustaría que lo poseyera?

-Un lector dispuesto a lanzarse de cabeza en el libro, un lector que no tema mirar hacia sí mismo y hacia su propia familia y hacia sus propios afectos, un lector que desafíe al escritor todo el tiempo, un lector que conciba la lectura como una de las experiencias más intensas que pueda haber.

-¿Qué anotará hoy en su diario en primer lugar...?

-Salí a caminar por la ciudad sin un mapa, creyendo que más o menos conocía Madrid, y muy pronto terminé completamente perdido. Llegar a la librería a la que quería ir me tomó cuatro horas en lugar de los dieciocho minutos que debía haberme tomado. Quizá narraría en detalle la experiencia o quizás anotaría nada más unas cuantas palabras, "volví a ser el que se pierde" o "la importancia de los mapas".

-¿Le costó mucho encontrar en esta novela el ritmo musical que deseaba?

-Afortunadamente empecé a escuchar las voces de los personajes desde muy pronto, y esas voces fueron las que terminaron imponiendo el ritmo.

-¿El género "novela" se queda corto para definir esta obra?

-El género de la novela siempre ha estado abierto a todo tipo de diálogos y préstamos y contagios. Basta pensar en el Quijote o en Moby Dick para saber que es el más hambriento de los géneros. Con esto quiero decir que es un género que no suele quedarse corto, ni siquiera ante las novelas que lo desafían abiertamente.