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La invención de la realidad

Cristian Crusat, una de las felices anomalías de la literatura española contemporánea

Sujeto elíptico - Cristian Crusat - Pretextos, 152 páginas

En su prólogo a Tristes trópicos, la obra maestra de Levi-Strauss, el antropólogo Manuel Delgado Ruiz cifra el privilegio y la condena del etnógrafo en significarse como último espectador de ese tesoro agonizante que es la diferencia, "un tesoro que Occidente no supo merecer", y que convierte en algo más que una simple ciencia a la disciplina que estudia al ser humano en su complejidad natural y simbólica, al hacer de ella también "un estado de ánimo".

Cristian Crusat se aproxima en Sujeto elíptico a un área geográfica de gran interés, la región marroquí de Sus-Masa, y a una cultura tan apasionante como la bereber, para constatar desde el inicio una severa falla, toda vez que la comunidad de referencia, poco amiga del registro escrito y a menudo invisible por decisión propia o imposición ajena, ha hecho de la inefabilidad una suerte de paradójica fortaleza etérea, esa escurridiza tercera persona del verbo que Émile Benveniste, atendiendo a la gramática árabe, caracterizó como "el que está ausente".

Tras su estancia en el norte de África, en un texto que va más allá del dietario y de la crónica, hasta explorar las posibilidades poéticas de la extrañeza y las peculiaridades psicológicas del extranjero, Crusat propone un documento que atiende a múltiples frentes: la tradición oral y la cólera del paisaje, la memoria sinestésica y el fracaso que la escritura de viajes lleva en su interior como un embrión malogrado. Una cita de Dubravka Ugre?ic resulta elocuente: "Un escritor transcribe en su diario de viaje algo parecido a un escrito cifrado [...]. Más tarde no entiende lo que ha escrito durante el viaje. Lo que recuerda ya no se corresponde con la intención de poder recordarlo. Por eso el escritor de libros de viaje no tiene más remedio que inventar la realidad".

La invención de la realidad a la que Crusat nos invita acepta ciertas prevenciones, entre la desesperanza y el fatalismo, que escritores amantes de la mudanza nos legaron. Crusat dialoga así con Nooteboom y Canetti, convocados de forma explícita en el texto, pero también con quienes nunca regresaron de sus periplos, caso de Stevenson, una de cuyas más bellas enseñanzas ("Alcanzamos las virtudes sólo para perderlas") recorre como un calambre este espléndido ejemplo de eticidad que es Sujeto elíptico.

Pues si el viaje posee alguna sustancia pedagógica, si advierte de algún rubicón que merezca la pena cruzar, aquélla y éste no pueden ser sino la certeza de que, mientras se mueve por meridianos ajenos, asombrado por la belleza y la pluralidad de ámbitos, pero también por la imposibilidad de encontrar un esperanto de la emoción que traduzca cada rincón del planeta, el viajero habrá comprendido al menos que, tras fundirse con lo inasible, se ha sustraído a la estúpida tentación de resultar obvio y a la funesta manía de moralizar. Gozosas evidencias que Crusat conquista en esta nueva entrega de su talento, una de las más felices anomalías de la literatura española contemporánea.

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