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Paisaje con Pierre Bost

"Un domingo en el campo" encierra en pocas y bien escritas páginas una dulce y a la vez amarga crónica familiar sobre los celos, la vida y el arrepentimiento

Un domingo en el campo - Pierre Bost - Errata Naturae - 88 páginas

El otro día era domingo, un domingo soleado, y me imaginé en Saint-Ange-des-Bois en medio de un paisaje pintado por Renoir. ¿O era Monet? Allí estaba el caballete del artista reservado a fundir los rayos del sol en la paleta e iluminar aún más el campo. Luego, el jardín, con el cenador, donde la familia toma el té. Monsieur Ladmiral, con setenta y tres años, se lamenta de haber envejecido tan pronto. O tan tarde. Es un pintor que acaba de retirarse a un lugar, Saint-Ange, algo apartado de París. Eligió el clasicismo a costa de renunciar a las revoluciones artísticas de finales del XIX e inicios del XX: el impresionismo, el cubismo, etcétera. No le cuesta arrepentirse de ello, pero también es capaz de entender que hizo lo debido.

Envejece tan deprisa que cada vez le toma más tiempo, los domingos, llegar a la estación para recibir a su hijo y a la familia. La visita se ha convertido en un ritual. Gonzague viene acompañado de su esposa, Marie-Thérèse, y los dos niños. Representan el deber filial, la comodidad pequeño burguesa y los viejos principios morales. En realidad, todo resulta anticuado en Un domingo en el campo, la admirable novelita de Pierre Bost. Simple, hermosa, con un encanto proustiano, algo trasnochado, que sirve para ocultar de la manera más amable posible una amarga y a la vez dulce crónica familiar. Por ella transitan las virtudes escondidas de la nuera de la que jamás acertó a comprender por qué su hijo la había elegido como esposa, salvo por el hecho de que "todo el mundo se casa, igual que todo el mundo nace y muere", y la mirada burlona de los nietos sobre sus padres. Pero ese domingo, precisamente, el día se pondrá patas arriba con la llegada inesperada de Irene, la hija menor, la mujer liberada, que colecciona amantes en París. Encarna el azar, la casualidad, pero también es una inyección de vida. Bost elige a su personaje, el señor Ladmiral, para burlarse de los mezquinos pequeño burgueses y sus malditos convencionalismos. Son dignos representantes de un viejo mundo, pero él tampoco ha sabido cómo domar la modernidad. El autor capta con gran precisión y en pocas páginas los pequeños sentimientos que afloran en sus personajes: los celos familiares, el arrepentimiento y los resentimientos que va dejando la vida a su paso. Ladmiral no sólo es un pintor de paisajes, dibuja también las almas.

Pierre Bost, fallecido en 1975, fue uno de los guionistas de cine franceses más famosos entre los años 50 y 60 del pasado siglo, a él se deben películas tan célebres como El diablo en el cuerpo, Juegos prohibidos o ¿Arde París?. Siempre junto a Jean Aurenche. En la década de los setenta ambos trabajaron con Bertrand Tavernier, que filmó una versión cinematográfica de Un domingo en el campo.

La atmósfera ronroneante y la languidez de la tarde que presagia el final del día se interrumpen con la visita de la exuberante Irene que esconde bajo su alegría de vivir el despecho amoroso. El viejo pintor ve cómo su hija favorita se escapa, mientras que Gonzague-Edouard, el hijo modelo, padece en silencio el favoritismo del padre hacia su hermana. En la novela de Bost todo funciona a la perfección, de modo simple pero eficaz. La historia está llena de ironía mordaz, a veces feroz, dentro de un precioso envoltorio. El mismo de esa noche que sucede al día que cae entre los colores perla y granate claro del cielo, "con una franja verde almendra, tersa, como trazada con tiralíneas" que nadie se atrevería a pintar.

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