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Grandeza y miseria de la voluntad de estilo

Una personal visión del cine, según Juan Manuel de Prada

Los tesoros de la cripta - JUAN MANUEL DE PRADA - Renacimiento, 337 páginas

Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) es uno de esos escritores capaz de suscitar rendida admiración y odios a mansalva. Fue niño prodigio de las letras españolas a mediados de los años noventa, destapándose con el irreverente Coños, dejando a la crítica más atenta boquiabierta con los cuentos de El silencio del patinador y consolidándose con Las máscaras del héroe, novela en la que a través de Navales, un personaje de ficción, adoptaba un enfoque esperpéntico para reconstruir el panorama literario patrio desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil. Entonces se le mimó y se dio pábulo a esa voluntad de estilo que combina la petulancia con una apabullante caja de resonancia lingüística y una impecable capacidad para la construcción de la frase bien hecha. Luego, tras aquella obra inicial que hacía refulgir las miserias de los desgarrados y excéntricos, desarrolló con éxito su vocación de momificarse en las páginas del "Abc", cual Azorín, tendiendo cada vez de forma más marcada al conservadurismo de corte católico y a la pedantería. Es precisamente de las colaboraciones cinéfilas en el suplemento cultural del "Abc" de donde sale Los tesoros de la cripta, que viene a ser un personal repaso de la historia del cine desde los hallazgos pioneros del mudo hasta la primera década del presente siglo; desde la Cabiria de Giovanni Pastrone o la Intolerancia de David Wark Griffith hasta el Mulholland Drive de David Lynch, pasando por La parada de los monstruos, de Tod Browning, Un ángel pasó por Brooklyn, de Ladislao Vajda, o El Teniente corrupto de Abel Ferrara. La vuelta al cine en ochenta y siete películas.

Los tesoros de la cripta tiene las virtudes de quien sabe contar con gracia, seduciendo siempre al lector al envolverlo con su eficaz pirotecnia verbal y revelarle joyas ocultas: "Si tuviéramos que elegir, entre todas las ínsulas extrañas del cine español, un título que esté a la vez aureolado por la leyenda y anegado por las aguas del olvido nos quedaríamos sin dudarlo con Parsifal (1951), la libérrima adaptación de motivos artúricos y wagnerianos dirigida por Daniel Mangrané y Carlos Serrano de Osma". Pero también tiene los defectos de quien cachazudamente, dándoselas de librepensador, se deja cegar por la ideología y tiende a descubrir mediterráneos, pidiendo, por ejemplo, más reconocimiento para directores como Cecil B. DeMille o Edgar Neville, quizá solo desconocidos por quien nunca haya leído un libro sobre cine. Este sesgo en la mirada le lleva a insistir en nuestra supuesta falta de normalidad: "Cualquier país normalizado tendría encumbrado a Edgar Neville en los altares de la devoción constante. Pero España no es un país normalizado; y sobre Neville -como sobre el resto de integrantes de aquella pasmosa promoción de La Codorniz, en el que figuran nombres tan apetitosos como los de Jardiel Poncela o Mihura- pesa el oprobio de haberse alineado con el bando vencedor en la Guerra Civil".

En Juan Manuel de Prada, aquella revitalizadora obra de juventud que dio títulos como Reserva natural o Las esquinas del aire, ha ido poniéndose rancia, pero como él mismo admite, es en los pecadillos de juventud en los que suele agazaparse, "cohibido y magullado por las claudicaciones, nuestro ser más auténtico, codicioso de auroras que luego la noche sepulta, irrevocablemente".

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